«Te aseguro que hoy, antes de que cante el gallo, me habrás negado tres veces» (Mt 26,34)
Cada Lunes Santo, Santa Cruz de La Palma contempla el paso
procesional del Señor del Perdón. En esa contemplación, hace experiencia de su
propia fragilidad y de la necesidad que todos tenemos de la misericordia de
Dios.
Las circunstancias de este año son, sin duda, especiales, pero no debemos
privarnos del impacto que el amor de Dios quiere dejar en el corazón de
quienes, como Simón Pedro, nos sabemos pecadores. Los invito a que también nosotros
nos sintamos Simón en esa escena; a que nos hablen los contrastes que se dan en
este discípulo del Señor.
Pedro es «el ímpetu en persona». Los textos del evangelio nos lo presentan
como un hombre impulsivo y, en ocasiones, fanfarrón. Es él quien se adelanta en
nombre de todos para declarar Mesías a Jesús cuando este pregunta: «ustedes,
¿quién dicen que soy yo?» (Mt 16,15‒16). Es él quien se enfrenta a
Jesús, afirmando que no puede sucederle nada malo, cuando el Maestro predice su
pasión (Mt 16,22). Es él quien se postula a sí mismo como único en el conjunto
de los discípulos: «Aunque todos te dejen solo, yo no lo haré, yo estoy dispuesto
a morir por ti» (Mt 26,33.36).
Es sorprendente. En el momento inicial de su vocación, Pedro se había
definido a sí mismo como indigno y pecador: «aléjate de mí que soy un pecador»
(Lc 5,8). Con el transcurrir del tiempo, va dejándose arrastrar por su carácter
impetuoso y se percibe a sí mismo más seguro y consistente de lo que realmente
es.
Vienen a nuestra memoria las palabras de Jesús: «Tú eres piedra, y sobre
esta piedra edificaré mi iglesia» (Mt 16,18). Sin embargo, el lector de los
evangelios puede preguntarse: ¿Pedro es «piedra firme» o «terreno pedregoso»? Es
decir, ¿no será Pedro un terreno donde la semilla brota enseguida, pero termina
por secarse, pues no tiene raíz? (Mt 13,5‒6).
Por ello, los invito a revivir las escenas de la noche de la Pasión de
Jesús. Quizás son estas horas las que mejor retratan al apóstol.
En el arco que va desde la última cena al prendimiento del Señor hay
tres grandes «noes» que Pedro pronuncia. No se trata de negaciones de su
relación con Jesús, pronunciadas ante otros. Se trata de negaciones dirigidas
al propio Señor.
La primera negación de Pedro se
produce durante la última cena. Es un «no» rotundo. «No me lavarás los pies jamás» (Jn 13,8). Se
niega a ser «uno más». El lavatorio no es un rito de purificación, sino de
servicio. Pero él, desconcertado, no lo entiende. Si Jesús va a purificarlos,
que lo haga a los otros. A él no. Ese estar seguro de sí mismo le hace enfrentarse
directamente a su Señor. Pedro no entiende los caminos de Jesús y se rebela.
La segunda negación tiene lugar en
el huerto de Getsemaní. Jesús está derrotado anímicamente por lo que se le
viene encima. En medio de su desvalimiento, ora e invita a sus discípulos a
orar, porque «el espíritu es fuerte y la carne débil» (Mc 14,37), pero Pedro, «se queda dormido»
(Mc 14,39). Uno se sorprende ante lo escandaloso de la escena. El dolor y la
preocupación suelen quitar el sueño y, sin embargo, Pedro duerme. ¡Qué lejos
está de los sentimientos de su maestro! En el lago de Tiberíades, Jesús lo
había llamado a estar con él. Pero, lo cierto es que Pedro no está con Jesús. Físicamente
está como a un tiro de piedra (Lc 22,41), pero interiormente está lejos, rota
toda sintonía con la persona y destino de su Señor.
La tercera negación se produce en el
momento en el que Jesús es apresado. Nos dice el texto evangélico que Pedro «desenvainó la espada y cortó la
oreja al siervo del Sumo Sacerdote, que se llamaba Malco» (Jn 18,10). En
Cesarea Pedro había oído, «ponte detrás de mí, Satanás, porque me haces
tropezar» (Mc 8,33). Y Pedro, en el momento
decisivo, vuelve a «ponerse delante». Se resiste a ser seguidor de Jesús. Tiene
necesidad de «arreglarle los caminos a Dios». Se despierta en él ese deseo de que Jesús no pase por la pasión. Y él asume
el protagonismo para dirigir la historia según sus propios criterios.
Pedro se niega a ser «paciente». No solo en el sentido de tener paciencia, sino de estar dispuesto a padecer. Ha dejado de seguir y pretende que sea Jesús el que siga sus propios criterios, quizás bienintencionados, pero profundamente distintos de los que el Maestro había elegido al vencer las tentaciones en el desierto.
Pedro se niega a ser «paciente». No solo en el sentido de tener paciencia, sino de estar dispuesto a padecer. Ha dejado de seguir y pretende que sea Jesús el que siga sus propios criterios, quizás bienintencionados, pero profundamente distintos de los que el Maestro había elegido al vencer las tentaciones en el desierto.
Probablemente, estas tres sean las grandes
negaciones de Simón Pedro. Las que solemos recordar son la expresión en palabra de lo
que ya ha sucedido en el corazón del apóstol. En ellas Pedro afirma que no conoce a Jesús,
que no es de los suyos.
La escena en el patio no deja de tener su
ironía (Mt 26,69-75). Si Pedro hubiese afirmado ante la criada y los sirvientes
que él era discípulo de Jesús, lo más probable es que no le habría sucedido nada.
Quienes estaban en el patio no tenían poder para amenazar su vida. Pedro podía
haber dicho que sí, que era de los suyos, sin gran riesgo. Pero no lo hace. Expresa
lo que lo define: no lo conozco. Y en eso no miente. No conoce a Jesús. Esto ya
lo ha demostrado, durante los momentos previos a esta escena, con sus reacciones
ante el propio Jesús: «no me lavarás jamás»; «se quedó dormido»; «desenvainó la
espada».
Tras estas palabras, canta el gallo. Este signo sirve para poner en marcha
el camino del perdón. Nos dice Lucas que, tras el canto, Jesús se vuelve y mira
a Pedro y, tras esa mirada, ya el apóstol no hace otra cosa que llorar (Lc
22,61‒62). Su única respuesta son las lágrimas. Ya no puede decir nada, no
puede hacer nada. Tiene que renunciar a su propia seguridad personal y a dictarle
él mismo los caminos a Dios.
Pedro necesita ahora, empezar de nuevo. Y ese inicio se vivirá en la
escena del lago tras la resurrección (Jn 21,15‒22). El perdón de Jesús ya lo
había recibido en su mirada. Esta escena le permite a Pedro hacer una doble experiencia.
En primer lugar, necesita comenzar de nuevo su relación con Jesús,
pero sobre otra base. El apóstol tiene que aprender a mirar a Jesús sin afirmarse
a sí mismo: «aquí estoy yo con mis fuerzas». Le conviene decir a su Maestro:
«también yo necesito que me laves». Necesita expresar que ha comprendido que es
«terreno pedregoso» y que ahora ya no puede prometer fidelidad; no puede
fanfarronear, seguro de sí mismo. Y ello va a tener que hacerlo aprendiendo a
perdonarse a sí mismo, sin poder alegar méritos de fortaleza.
En segundo lugar, Pedro debe ser sincero consigo mismo. Pese a saberse
débil y pecador; pese a reconocer su equivocación; pese a tener dificultades
para perdonarse a sí mismo, no puede negar su verdad más profunda: él
verdaderamente quiere a Jesús.
Pedro, en el lago, «ha renunciado a su propia seguridad para poder
establecer una nueva relación con Jesús». Ha pasado de ser «terreno pedregoso» a
ser tierra buena, que acoge la semilla que lo enriquece y le deja dar fruto. Y
eso lo ha hecho dejando hablar con toda sinceridad a su corazón: «tú sabes que
te quiero».
Buena Semana Santa.