Cuando leí el texto evangélico de
la eucaristía de este domingo, el mandato: «Lázaro, ¡sal fuera!» me sonó casi a
broma de mal gusto. Llevamos días, semanas escuchando todo lo contrario:
«quédate en casa». Las palabras del Señor despertaron en mí deseos de vivir la
normalidad de quien puede pasear las calles, de quien se encuentra en las
plazas, de quien entra en contacto con los otros y se deja tocar.
Con un poco más de pausa, reconozco
que estas palabras de Jesús a su amigo Lázaro me resultaron profundamente sugerentes.
¿Qué ha salido fuera? o ¿qué tiene que salir fuera en este tiempo en el que
somos continuamente invitados a permanecer en nuestros hogares? He mirado hacia
atrás y he recordado gestos, noticias, emociones de estos quince días de vida
más hogareña, obligada por las circunstancias. ¿Qué ha sucedido?
Se me han acumulado mil
respuestas. Les ofrezco las que han golpeado con más fuerza mi corazón.
«Ha salido fuera» nuestro miedo. O nuestros miedos, según se mire.
Para muchos se ha despertado el miedo a que quede afectada su salud; el
miedo a que, si se complican las circunstancias, el sistema sanitario de
nuestro país no pueda resistir; ha cobrado fuerza el miedo a poder afectar a
personas vulnerables que conviven con nosotros; o a que el virus toque a la
puerta y entre en la vida de seres queridos que están en primera fila de
nuestra sociedad (y aquí la lista puede ser muy larga: personal sanitario; dirigentes
políticos; fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado; Ejército; personal de residencias de mayores, jóvenes tutelados o personas con discapacidad; trabajadores de
nuestras farmacias, supermercados o servicios de primera necesidad; carteros; agricultores;
transportistas; empleados de banca; obreros de la construcción; servidores del
transporte público; empleados de las empresas hidroeléctricas o estratégicas;
científicos; investigadores; empleados de funeraria; funcionarios de prisiones;
periodistas; cuidadores; empleados de la limpieza; voluntarios de innumerables
ONGs al cuidado de los descartados…). Esos que están sin duda incluidos en nuestros aplausos de cada día a
las 7 de la tarde, hora canaria. Pero quizás lo más duro sea que el virus ha
despertado nuestro miedo al otro. El otro, incluso un ser querido, puede ser,
involuntariamente, un agresor de nuestra salud. Y, quien sabe, hasta nuestros
propios amigos o familiares pueden ser objeto de nuestro miedo. Evidentemente,
no ellos; es el virus. Pero el virus no tiene rostro y parece disfrazarse con
los rasgos de quien está cerca.
«Ha salido fuera» la conciencia de que «todos estamos en el mismo barco».
Durante tiempo quizás hemos vivido la engañosa ilusión de que «estas cosas les
pasan a otros». Les suceden a los países empobrecidos, que siempre están lejos,
aunque sus costas y las nuestras no disten más que unas decenas de
kilómetros. Nos sentíamos invulnerables y nos hemos dado cuenta de que no éramos
tan poderosos, no estábamos tan protegidos, no teníamos asegurado nuestro futuro.
Y no se trata solo de que estemos en el mismo barco. Se trata de que estamos
interconectados. Lo que haga uno de nosotros (y cuando digo nosotros incluyo a
los que están a miles de kilómetros) va a repercutir sobre el futuro de todos.
De repente, un virus nos ha mostrado, desde el miedo, que «somos hermanos» y
que nuestros destinos están más unidos de lo que creíamos. ¡Qué paradojas tiene
la vida! Nosotros, españoles, que en ocasiones
hemos hablado de cerrar nuestras fronteras como modo de protegernos, hemos
contemplado cómo muchos países nos bloqueaban la entrada porque nos percibían
como una amenaza.
«Ha salido fuera» la necesidad que tenemos de los demás. Y hemos
tirado de ingenio, de medios digitales y, desgraciadamente, alguna vez de
picaresca, para no sentirnos tan solos y encontrarnos con los otros. Porque la
soledad, cuando no es la elección del que necesita intimidad, no deja de ser un
castigo. Y qué bien lo hemos entendido en estos días de confinamiento.
«Ha salido fuera» nuestra dificultad para convivir
en paz con la propia intimidad. A muchos se les ha ido atragantando
con el paso de los días la vivencia del silencio. Alguien a quien conozco me
decía hace algunas semanas que el silencio de Roma le aterraba. Nos ha costado
habitarnos en lo más hondo de nosotros mismos. Y hemos necesitado excusas para
romper el silencio con el que nos sentíamos incómodos. El encierro quizás ha revelado
a algunos de nosotros nuestra falta de paz interior. Tal vez porque tenemos
poca destreza para lidiar con situaciones adversas; tal vez porque no sabemos
arrostrar frustraciones ante los planes que no se cumplen.
Cuando comenzábamos la cuaresma,
decíamos que los 40 días hacían referencia a un tiempo suficientemente largo
para que pudiera germinar y «salir fuera» lo que vive en nuestro corazón y
puede estar escondido a nuestros ojos. Sorprendentemente, ha sido la cuarentena
la que ha «sacado fuera» muchas de esas cosas.
Pero lo más hermoso es que quienes
hemos visto despertar en nosotros el miedo, el desmoronamiento de la ilusión de
ser invulnerables, la sensación de autosuficiencia que nos separaba de los demás
o las guerras interiores que no nos permiten habitarnos en paz, hemos dejado salir
fuera también cosas hermosísimas.
«Ha salido fuera» la creatividad. Esa que nos ha hecho editar vídeos,
publicar memes o inventar chistes para alegrar la vida de los otros; la que ha hecho posible que un enfermo de
Alzheimer tocase su armónica cada día en el momento de los aplausos para
sentirse reconfortado por la aprobación de un público que ha terminado por
reconocer el gesto creativo de su cuidadora; la que ha movilizado un ejército
de corazones buenos que en pocos días han aprendido a hacer mascarillas o a
diseñar equipos de protección individual; la que ha permitido a maestros y
profesores improvisar una enseñanza a distancia en poco más de 24 horas para
atender a nuestros hijos y nietos; la
que ha puesto en marcha impresoras 3D para fabricar respiradores; la que ha
encerrado a investigadores en sus laboratorios en busca de un tratamiento o una
vacuna para esta pandemia… y tantas otras, sin duda. La creatividad es arte,
por supuesto. Y de ese no ha faltado ni un gramo en estas semanas. Pero la
creatividad también puede convertirse en la expresión externa de un amor que no
se queda con los brazos cruzados cuando alguien te necesita. Y, ¡vaya que ha habido
amor creativo en estos días!
«Ha salido fuera» la solidaridad. Esa solidaridad que nos conmueve en
las imágenes diarias de cada informativo. La lista podría ser infinita:
voluntarios que ofrecen su saber para levantar en pocos días un inmenso
hospital; personas que aceptan duplicar sus turnos de trabajo porque suplen a
sus compañeros enfermos; personal sanitario que decide no dormir en casa y acepta
la soledad para poderse entregar del todo a quienes llenan los centros
hospitalarios; jóvenes que echan manos en residencias de mayores; empresas que se
encargan de llevar comida al personal sanitario; cuidadores que se trasladan de
domicilio para no dejar solas a las personas a las que habitualmente atienden;
agricultores que desinfectan nuestras calles; fábricas que cambian sus
producciones para proveer de material sensible a la sociedad; voluntarios que
se acercan a los colectivos más desfavorecidos; personas -profesionales o no- que descuelgan diariamente
el teléfono para aplacar una soledad o aliviar una angustia; artistas, músicos y escritores que
ofrecen el fruto de su creatividad, sin ninguna contraprestación económica;
periodistas que no ceden a la tentación de sensacionalismo para ejercer su
deber de informar cabal y verazmente; supermercados que dan prioridad en las
compras a quienes cuidan a los enfermos; bares de carretera que ofrecen gratis
sus productos a los camioneros; deportistas o empresarios que promueven la
recaudación de fondos… y niños, también ellos, que, conscientes de la situación,
han mostrado una madurez que para muchos de nosotros habríamos querido…Un largo
etcétera que sería imposible mencionar. La solidaridad ha traspirado por los poros
de nuestro país. Y eso es una grandísima noticia. No solo por el bien que ha
hecho a muchos. También por la hermosa sensación de satisfacción que deja en
los que quizás no hemos hecho tanto, pero nos sentimos parte de ese movimiento bondadoso.
«Ha salido fuera» el heroísmo. El heroísmo de quienes han vivido con
desgarro interno la despedida de sus seres queridos, sin poder ni siquiera
estrechar en los últimos momentos su mano; el heroísmo de quienes, sin estar
suficientemente protegidos, han sido capaces de cuidar a enfermos y personas
que estaban a punto de morir; el heroísmo de quien ha aceptado con serenidad la
muerte… Las situaciones de más debilidad parecen haberse convertido en radiografías
de las fortalezas interiores de muchos miembros de nuestra sociedad. De esas
personas que reciben unos merecidísimos aplausos cada día. De tantos otros que
también se los merecen, aunque no los escuchen. Han sido héroes porque han
hecho lo que tenían que hacer justo cuando lo tenían que hacer, sin dejar que
el miedo, la comodidad o el egoísmo los paralizase. Y lo han hecho muchas veces
sin ruido, sin espera de recompensas, sin notoriedad.
Parece mentira, me decía a mí
mismo, que, cuando con tanta frecuencia se nos repite que nos quedemos en casa,
hayan salido fuera tantas cosas en estos días. Estoy convencido de que es bueno
que así haya sido. Que se hayan hecho patentes las que nos parecen más
luminosas. Pero también las otras, las que nos muestran las raíces quizás no
tan buenas que llevamos dentro y que, en las habituales situaciones de calma que
vivimos, no logramos adivinar.
El grito de Jesús a Lázaro era un
mandato para que la vida saliese de la muerte, para que el hombre resucitado
saliese del sepulcro. Si se me permite la metáfora, en medio del sepulcro en el
que nos ha metido esta pandemia, no dejemos de escuchar la voz del Señor que
nos dice: ¡Sal fuera! En ese «salir fuera» se hará patente lo que llevamos
dentro (miedos, falsas ilusiones, ausencia de paz); lo que verdaderamente somos
(hermanos frágiles en un mismo barco) y lo que, de la mano del bien y de la
mano de Dios, estamos llamados a ser (creativos héroes del amor para la vida de
los otros). No dudo que vivir así es uno de los mejores modos de experimentar
la fuerza de la Resurrección.
Buen
domingo de Cuaresma.