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"LÁZARO, ¡SAL FUERA!". (29 marzo 2020. 5º Domingo de Cuaresma)

Cuando leí el texto evangélico de la eucaristía de este domingo, el mandato: «Lázaro, ¡sal fuera!» me sonó casi a broma de mal gusto. Llevamos días, semanas escuchando todo lo contrario: «quédate en casa». Las palabras del Señor despertaron en mí deseos de vivir la normalidad de quien puede pasear las calles, de quien se encuentra en las plazas, de quien entra en contacto con los otros y se deja tocar.
Con un poco más de pausa, reconozco que estas palabras de Jesús a su amigo Lázaro me resultaron profundamente sugerentes. ¿Qué ha salido fuera? o ¿qué tiene que salir fuera en este tiempo en el que somos continuamente invitados a permanecer en nuestros hogares? He mirado hacia atrás y he recordado gestos, noticias, emociones de estos quince días de vida más hogareña, obligada por las circunstancias. ¿Qué ha sucedido?
Se me han acumulado mil respuestas. Les ofrezco las que han golpeado con más fuerza mi corazón.
«Ha salido fuera» nuestro miedo. O nuestros miedos, según se mire. Para muchos se ha despertado el miedo a que quede afectada su salud; el miedo a que, si se complican las circunstancias, el sistema sanitario de nuestro país no pueda resistir; ha cobrado fuerza el miedo a poder afectar a personas vulnerables que conviven con nosotros; o a que el virus toque a la puerta y entre en la vida de seres queridos que están en primera fila de nuestra sociedad (y aquí la lista puede ser muy larga: personal sanitario; dirigentes políticos; fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado; Ejército; personal de residencias de mayores, jóvenes tutelados o personas con discapacidad; trabajadores de nuestras farmacias, supermercados o servicios de primera necesidad;  carteros; agricultores; transportistas; empleados de banca; obreros de la construcción; servidores del transporte público; empleados de las empresas hidroeléctricas o estratégicas; científicos; investigadores; empleados de funeraria; funcionarios de prisiones; periodistas; cuidadores; empleados de la limpieza; voluntarios de innumerables ONGs al cuidado de los descartados…). Esos que están sin duda incluidos en nuestros aplausos de cada día a las 7 de la tarde, hora canaria. Pero quizás lo más duro sea que el virus ha despertado nuestro miedo al otro. El otro, incluso un ser querido, puede ser, involuntariamente, un agresor de nuestra salud. Y, quien sabe, hasta nuestros propios amigos o familiares pueden ser objeto de nuestro miedo. Evidentemente, no ellos; es el virus. Pero el virus no tiene rostro y parece disfrazarse con los rasgos de quien está cerca.
«Ha salido fuera» la conciencia de que «todos estamos en el mismo barco». Durante tiempo quizás hemos vivido la engañosa ilusión de que «estas cosas les pasan a otros». Les suceden a los países empobrecidos, que siempre están lejos, aunque sus costas y las nuestras no disten más que unas decenas de kilómetros. Nos sentíamos invulnerables y nos hemos dado cuenta de que no éramos tan poderosos, no estábamos tan protegidos, no teníamos asegurado nuestro futuro. Y no se trata solo de que estemos en el mismo barco. Se trata de que estamos interconectados. Lo que haga uno de nosotros (y cuando digo nosotros incluyo a los que están a miles de kilómetros) va a repercutir sobre el futuro de todos. De repente, un virus nos ha mostrado, desde el miedo, que «somos hermanos» y que nuestros destinos están más unidos de lo que creíamos. ¡Qué paradojas tiene la vida!  Nosotros, españoles, que en ocasiones hemos hablado de cerrar nuestras fronteras como modo de protegernos, hemos contemplado cómo muchos países nos bloqueaban la entrada porque nos percibían como una amenaza.
«Ha salido fuera» la necesidad que tenemos de los demás. Y hemos tirado de ingenio, de medios digitales y, desgraciadamente, alguna vez de picaresca, para no sentirnos tan solos y encontrarnos con los otros. Porque la soledad, cuando no es la elección del que necesita intimidad, no deja de ser un castigo. Y qué bien lo hemos entendido en estos días de confinamiento.  
«Ha salido fuera» nuestra dificultad para convivir en paz con la propia intimidad. A muchos se les ha ido atragantando con el paso de los días la vivencia del silencio. Alguien a quien conozco me decía hace algunas semanas que el silencio de Roma le aterraba. Nos ha costado habitarnos en lo más hondo de nosotros mismos. Y hemos necesitado excusas para romper el silencio con el que nos sentíamos incómodos. El encierro quizás ha revelado a algunos de nosotros nuestra falta de paz interior. Tal vez porque tenemos poca destreza para lidiar con situaciones adversas; tal vez porque no sabemos arrostrar frustraciones ante los planes que no se cumplen.
Cuando comenzábamos la cuaresma, decíamos que los 40 días hacían referencia a un tiempo suficientemente largo para que pudiera germinar y «salir fuera» lo que vive en nuestro corazón y puede estar escondido a nuestros ojos. Sorprendentemente, ha sido la cuarentena la que ha «sacado fuera» muchas de esas cosas.  
Pero lo más hermoso es que quienes hemos visto despertar en nosotros el miedo, el desmoronamiento de la ilusión de ser invulnerables, la sensación de autosuficiencia que nos separaba de los demás o las guerras interiores que no nos permiten habitarnos en paz, hemos dejado salir fuera también cosas hermosísimas.
«Ha salido fuera» la creatividad. Esa que nos ha hecho editar vídeos, publicar memes o inventar chistes para alegrar la vida de los otros;  la que ha hecho posible que un enfermo de Alzheimer tocase su armónica cada día en el momento de los aplausos para sentirse reconfortado por la aprobación de un público que ha terminado por reconocer el gesto creativo de su cuidadora; la que ha movilizado un ejército de corazones buenos que en pocos días han aprendido a hacer mascarillas o a diseñar equipos de protección individual; la que ha permitido a maestros y profesores improvisar una enseñanza a distancia en poco más de 24 horas para atender a nuestros hijos y nietos;  la que ha puesto en marcha impresoras 3D para fabricar respiradores; la que ha encerrado a investigadores en sus laboratorios en busca de un tratamiento o una vacuna para esta pandemia… y tantas otras, sin duda. La creatividad es arte, por supuesto. Y de ese no ha faltado ni un gramo en estas semanas. Pero la creatividad también puede convertirse en la expresión externa de un amor que no se queda con los brazos cruzados cuando alguien te necesita. Y, ¡vaya que ha habido amor creativo en estos días!
«Ha salido fuera» la solidaridad. Esa solidaridad que nos conmueve en las imágenes diarias de cada informativo. La lista podría ser infinita: voluntarios que ofrecen su saber para levantar en pocos días un inmenso hospital; personas que aceptan duplicar sus turnos de trabajo porque suplen a sus compañeros enfermos; personal sanitario que decide no dormir en casa y acepta la soledad para poderse entregar del todo a quienes llenan los centros hospitalarios; jóvenes que echan manos en residencias de mayores; empresas que se encargan de llevar comida al personal sanitario; cuidadores que se trasladan de domicilio para no dejar solas a las personas a las que habitualmente atienden; agricultores que desinfectan nuestras calles; fábricas que cambian sus producciones para proveer de material sensible a la sociedad; voluntarios que se acercan a los colectivos más desfavorecidos; personas -profesionales o no- que descuelgan diariamente el teléfono para aplacar una soledad o aliviar una angustia; artistas, músicos y escritores que ofrecen el fruto de su creatividad, sin ninguna contraprestación económica; periodistas que no ceden a la tentación de sensacionalismo para ejercer su deber de informar cabal y verazmente; supermercados que dan prioridad en las compras a quienes cuidan a los enfermos; bares de carretera que ofrecen gratis sus productos a los camioneros; deportistas o empresarios que promueven la recaudación de fondos… y niños, también ellos, que, conscientes de la situación, han mostrado una madurez que para muchos de nosotros habríamos querido…Un largo etcétera que sería imposible mencionar. La solidaridad ha traspirado por los poros de nuestro país. Y eso es una grandísima noticia. No solo por el bien que ha hecho a muchos. También por la hermosa sensación de satisfacción que deja en los que quizás no hemos hecho tanto, pero nos sentimos parte de ese movimiento bondadoso.  
«Ha salido fuera» el heroísmo. El heroísmo de quienes han vivido con desgarro interno la despedida de sus seres queridos, sin poder ni siquiera estrechar en los últimos momentos su mano; el heroísmo de quienes, sin estar suficientemente protegidos, han sido capaces de cuidar a enfermos y personas que estaban a punto de morir; el heroísmo de quien ha aceptado con serenidad la muerte… Las situaciones de más debilidad parecen haberse convertido en radiografías de las fortalezas interiores de muchos miembros de nuestra sociedad. De esas personas que reciben unos merecidísimos aplausos cada día. De tantos otros que también se los merecen, aunque no los escuchen. Han sido héroes porque han hecho lo que tenían que hacer justo cuando lo tenían que hacer, sin dejar que el miedo, la comodidad o el egoísmo los paralizase. Y lo han hecho muchas veces sin ruido, sin espera de recompensas, sin notoriedad.
Parece mentira, me decía a mí mismo, que, cuando con tanta frecuencia se nos repite que nos quedemos en casa, hayan salido fuera tantas cosas en estos días. Estoy convencido de que es bueno que así haya sido. Que se hayan hecho patentes las que nos parecen más luminosas. Pero también las otras, las que nos muestran las raíces quizás no tan buenas que llevamos dentro y que, en las habituales situaciones de calma que vivimos, no logramos adivinar.  
El grito de Jesús a Lázaro era un mandato para que la vida saliese de la muerte, para que el hombre resucitado saliese del sepulcro. Si se me permite la metáfora, en medio del sepulcro en el que nos ha metido esta pandemia, no dejemos de escuchar la voz del Señor que nos dice: ¡Sal fuera! En ese «salir fuera» se hará patente lo que llevamos dentro (miedos, falsas ilusiones, ausencia de paz); lo que verdaderamente somos (hermanos frágiles en un mismo barco) y lo que, de la mano del bien y de la mano de Dios, estamos llamados a ser (creativos héroes del amor para la vida de los otros). No dudo que vivir así es uno de los mejores modos de experimentar la fuerza de la Resurrección.

Buen domingo de Cuaresma.  

PREGÓN DE UNA SEMANA SANTA DIFERENTE (26 marzo 2020)

Hace un año, más o menos, nuestra ciudad engalanada se disponía a celebrar con solemnidad la Semana Santa. Las cofradías estaban preparadas; los tambores, a punto; los pasos, con sus flores y sus imágenes listas para procesionar. Palmeros y visitantes, creyentes o no, amantes del arte o simplemente curiosos, comenzaban a llenar nuestras calles.

Este año, sin embargo, a nuestro alrededor, solo hay silencio y un sentimiento casi apocalíptico que nos invade. Ahora todo es diferente. Intentamos mantenernos ocupados en nuestras casas, tratando de no desesperarnos, mientras el reloj, que sigue marcando el paso del tiempo, y la vida, que prosigue su curso, nos sitúan de nuevo ante esos mismos días; los mismos, pero no iguales.

En medio de esta situación tan compleja en la que nos encontramos, me gustaría que viviéramos este momento como una oportunidad para acercarnos de una manera distinta a la SEMANA SANTA de Jesús, desde el Domingo de Ramos hasta su RESURRECCIÓN, y también a la nuestra.

Te invito a que cierres los ojos y traigas a la memoria de tu corazón nuestras procesiones, nuestros sonidos, nuestros olores. Me gustaría que te fijaras en algunos detalles: en las miradas, en las manos, en los silencios y en la Virgen.

Hay muchas MIRADAS

Miradas de misericordia, como la del Señor del Perdón ante las negaciones de Pedro, que nos recuerdan que para Dios todo puede ser perdonado, incluso la negación del amigo ante aquellos que lo señalaban como de los suyos.


Miradas de dolor ante una caída por el peso de la Cruz, como recordamos el Miércoles Santo.  Porque en esa Cruz van la lucha por la justicia, el dolor de los que sufren, la exclusión de los más pobres, la falta de libertad. Y bajo ese peso cae Jesús, el Señor de la Caída, en el silencio de la noche, arropado por el sonido de las cadenas en la calle Real.

Miradas que se elevan al cielo como un grito desesperado: “¡Padre, que pase de mí este cáliz!”. Ese clamor escondido en la procesión del Huerto que nos traslada a aquella noche de angustia y soledad en la que ni los más cercanos se mantuvieron despiertos junto a Él.
“¡Padre!”; un grito que se prolonga hasta el Calvario, pero esta vez no para pedir por Él, sino para implorar el perdón para los que lo estaban crucificando.

Hay muchas MANOS

Manos que alaban y que se unen en los cantos de la mañana del Domingo de Ramos. Manos que bendicen desde una burra, mientras como Comunidad salimos a la calle cantando y proclamando a Jesús como nuestro Dios, como el Santo, como el que viene en el nombre del Señor.


Manos atadas con cuerdas, que nos recuerdan al preso, al juzgado, al inocente que es entregado por envidias, por miedo, por cobardía. Cuerdas que inmovilizan las manos que sanaron, que dieron de comer, que acogieron a los más necesitados y que ahora lo mantienen sujeto a la Columna, flagelado, coronado de espinas, con la luna llena y la calle de La Luz como testigos.

Manos que esperan, sí, que esperan que se cumpla la promesa de Dios Padre, mientras descansan en el cuerpo inerte del Señor del Clavo, que no habla de muerte sino de Amor, de vida entregada, de generosidad, de obediencia al plan de Dios, de esperanza en la Resurrección.

Hay SILENCIO Y SOLEDAD

Simplemente hay que contemplar, o mejor acompañar, al Señor de la Piedra Fría. Jesús, solo, y ante Él toda su vida. ¿Dónde quedaron sus discípulos? ¿La gente que lo seguía? ¿Aquellos a los que dio de comer y a los que sanó de sus enfermedades? ¿Qué quedó de todo aquello? Solo silencio y soledad. La oscuridad de la noche acompaña la imagen; y la oración de los fieles, que recorren con ella las calles de esta ciudad.

Hay MADRES

Hay muchas imágenes que nos recuerdan la figura de la Virgen. La que es preludio, en el Viernes de Dolores,  de lo que va a suceder; la que nos recuerda que María nunca perdió la Esperanza y en su manto verde lleva clavados los sueños de Dios para ella; la Madre que acompaña a su Hijo camino de la Cruz o lo contempla clavado en ella; o la que  está buscándolo por las calles, pidiéndole ayuda a Juan porque no quiere que su Hijo muera solo, una Madre que sale al Encuentro y que en la plaza de España, mecida por los pequeños pasos de los cargadores, escucha al Nazareno decir:  “Madre, ¿no ves que hago nueva todas las cosas?”. Y la Madre que lo acoge en su regazo al bajarlo de la Cruz, como lo acogió en Belén, esperando el momento de la RESURRECCIÓN.

Pero me gustaría que durante unos instantes recordáramos que nuestra Semana Santa también está llena de ojos que miran con devoción, con afecto o con curiosidad, nuestra forma de vivir la FE. Tanta gente que nos visita para admirar nuestras tallas, nuestras procesiones, nuestra cultura. Tantos que vienen para revivir las tradiciones de sus padres y de su infancia y que enseñan a sus hijos a abrir los ojos ante cada paso procesional, explicándoles quiénes son los personajes, cuál es la historia que representan.

Hay muchas manos. Las manos de quienes contribuyen a que todo se desarrolle de la mejor manera posible: las comunidades parroquiales, las cofradías, las familias que trabajan durante mucho tiempo para que todo salga según lo previsto. Las manos de aquellos que mantienen la ciudad limpia, ordenada y adornada para la ocasión. Manos que piden, que rezan, que alaban, que dan, que ofrecen. Muchas manos.

Hay silencio y soledad, porque es tiempo de recogimiento, de acompañar los pasos, de reflexión sobre la propia vida, de FE en aquel que dio la VIDA por nosotros, de oración, de ESPERANZA, de saber que el AMOR es más fuerte que la MUERTE.


Hay Madres, muchas madres, que durante generaciones han enseñado a sus hijos el significado de nuestra Semana Santa; que nos han puesto nuestros mejores vestidos para acudir a las Eucaristías y a las procesiones; que nos han enseñado qué significan estas imágenes; que nos han contado historias entrañables y que, cuando hemos sido mayores y quizá la vida no nos ha tratado bien, nos han llevado en su corazón ante el Señor del Perdón, de la Caída, de la Piedra Fría o el Nazareno. Madres, aquellas que nos acompañan siempre, que nos cuidan siempre, que nos aman siempre; aquellas que nos llevan a Jesús.



Llega la Semana Santa, seguramente como no quisiéramos que llegara, en una situación irreal para todos. Llega la Semana Santa para vivirla desde lo profundo de nuestro SER. Aprovechemos este tiempo para contemplar a Jesús en el Huerto, encarcelado, flagelado, crucificado, muerto y RESUCITADO y dispongamos nuestro corazón para el día que lo podamos volver a recibir VIVO en la EUCARISTÍA.


Buena Semana Santa.

REFLEXIÓN SOBRE EL EVANGELIO DEL CIEGO DE NACIMIENTO (22 marzo 2020)

DE LUCES Y DE SOMBRAS
La liturgia de la eucaristía de esta semana nos acerca a la experiencia de la curación de un ciego. La sanación de alguien que no ve o parece no ver, cuando todos ven o parecen ver. Hay en el texto un juego de visiones y de cegueras, de luces y de sombras. Pero, quizás, esa solo sea la corteza de una narración que no apunta a los ojos, sino al corazón.
Estos últimos domingos de cuaresma nos animan a mirar a la luz de la pascua. La iglesia y cada creyente en particular somos invitados a dejarnos inundar por el esplendor de la resurrección de Jesús. Y en ese camino, el evangelio de hoy nos propone calzar los zapatos del ciego de nacimiento y dejarnos arrastrar por su proceso interior de fe. Un itinerario que me gustaría describir en tres pasos.

1. De la ceguera confiada a la visión

A diferencia de otros fragmentos evangélicos en los que se nos informa de su nombre, el texto de hoy no nos revela quién es este hombre. Es un «sin nombre». Su única identidad es ser ciego.
Según los primeros versículos, lo único que se le pide al ciego es «dejarse tocar y untar barro en los ojos». Él no ve quién lo hace; no conoce su intención; no sabe, ni siquiera, con qué ha untado sus ojos; no puede afirmar rotundamente cuál será el resultado del gesto. Pero, sorprendentemente, se deja tocar. Y, más sorprendentemente aún, se fía de una palabra: «ve a bañarte a la piscina de Siloé».
Quién sabe si empujado por la conciencia de su pobreza y de su vulnerabilidad o animado por el deseo interior de lo imposible: volver a ver, se pone en camino. Lo cierto es que se fía.  
El ciego del evangelio vuelve de revés la petición de Santo Tomás, que tantas veces es la nuestra: «si no lo veo, no lo creo». Para este hombre no se trata de «ver para creer», sino «de creer para ver». No ha necesitado tenerlo todo claro, no ha exigido percibir nítidamente el rostro de su sanador. Le ha bastado el contacto y la palabra, el impacto interior y el envío. Él es ahora el enviado, haciendo suyo el verdadero significado del nombre de la piscina.  

2. De la visión al testimonio

Al lavarse, ha comenzado a ver la vida que, hasta entonces, le estaba oculta. Aún no sabe quién es Jesús; no podría reconocerlo entre otros; no identificaría con certeza su voz ‒«ve a lavarte» son pocas palabras para que un timbre de voz se te quede grabado.
Sin embargo, lo que ha vivido es suficiente para responder con firmeza a la pregunta de los fariseos: «Yo les digo que ese hombre no es un pecador; es más, ese hombre es un profeta... Yo solo sé una cosa: yo era ciego y ahora veo y eso para mí no es discutible, por mucho que ustedes se empeñen en negar lo sucedido o por mucho que el miedo que tienen mis padres haga que no den la cara por quien me ha curado. Les repito: yo solo sé que yo era ciego y ahora veo y, si ustedes se niegan a aceptar esa realidad, no tengo nada más que hablar con ustedes. Por mi parte, bien sé yo que ese hombre viene de Dios».   
El resultado de este testimonio es el esperado: lo echaron de la sinagoga. Cuando la ceguera del corazón se encuentra con el testimonio transparente de la verdad, solo tiene dos caminos posibles: o negar la propia verdad («no creyeron que ese hombre había sido ciego») o tornarse gesto violento contra el testigo («Tú naciste lleno de pecado… y lo expulsaron»). ¡Jesús también sufrió en primera persona el embate de esas dos reacciones de los ciegos de corazón!
El ciego ha sido fiel a su conciencia. No puede negar su sanación. Y, atestiguar la bondad de Dios en su propia vida, lo convierte en testigo de Jesús.  

3. Del testimonio a la profesión de fe

En efecto, el ciego ya no es solo el enviado; es también el testigo. Solo una cosa le falta: identificar el rostro de aquel en quien cree, quizás sin saber que cree o creyendo más de lo que cree creer.
Resulta imposible que Jesús no se acerque a quien así lo ha testimoniado. «Jesús se enteró de que lo habían expulsado de la sinagoga y fue a su encuentro». Estamos en el momento decisivo porque va a disiparse la última ceguera de este hombre. «¿Crees en el hijo del hombre? Y, ¿quién es, Señor, para que crea? Es el que habla contigo. Creo, Señor».
Ahora la luz interior del que había sido ciego ha quedado completamente restablecida. Se ha producido la última sanación. No queda ninguna ceguera que curar cuando «se ha visto el rostro de Jesús».  

Es difícil no admirar el proceso interior de este hombre. ¿Cómo no sorprenderse de su confianza, cuando tantas veces experimentamos en nosotros mismos nuestros frenos a la fe y nuestras resistencias a que Dios nos toque porque puede revelar que nuestras certezas son cegueras o porque puede enviarnos hacia las piscinas de la vida a las que no queremos ir? ¿Cómo no sentirse pequeños ante su «creer para ver», cuando nuestro corazón, en no pocas ocasiones, suspira por un «ver para creer»?
¿Cómo no vamos a admirar la firmeza de su testimonio quienes demasiadas veces escondemos nuestra fe o disimulamos la huella que ha dejado el paso de Dios por nuestras vidas?
Pero, sobre todo, ¿cómo no aprender de su actitud de discípulo? ¿Cómo no contemplar admirados su disponibilidad para dejarse enseñar («¿quién es para que crea en él?»), los que con demasiada frecuencia hemos dejado que Dios se nos convierta en una «lección sabida», en una «imagen petrificada», en una «adquisición domesticada de nuestro corazón»?

Buen domingo de cuaresma

TRIDUO EN HONOR DEL CRISTO YACENTE (20-22 marzo 2020)


Si estuviésemos en un ritmo pastoral normal, mañana comenzaríamos la celebración del Triduo en Honor del Cristo Yacente. Las circunstancias son un poco especiales, pero me gustaría invitar a la parroquia a vivir este Triduo desde la distancia. La imagen del Señor muerto habla de espera ante el sepulcro, pero, sobre todo, calla. A quienes estos días nos hemos visto obligados a cambiar nuestros ritmos de vida y, quizás, a sumar un poco más de tiempo de silencio, los animaría a que la imagen del Cristo nos ayudase a reflexionar sobre los silencios de Jesús en la Pasión.  Los invito a detenerse en cuatro grandes silencios.

1. El silencio ante la ofensa

«Como cordero llevado al matadero… enmudecía, no abría la boca», nos dice el profeta Isaías sobre el Siervo de Yahvé. El camino hacia la cruz se convierte para Jesús en un auténtico «rosario de ofensas»:  la crueldad de los soldados (la caña, los golpes, la coronación de espinas); el beso traidor de Judas; la cobardía disfrazada de poder de Pilato; el grito del pueblo pidiendo que fuese crucificado; las burlas por el camino y al pie de la cruz de quienes le pedían que hiciese un signo para creer en él; la vergüenza de un cuerpo desnudo; las ropas echadas a suerte; los clavos atravesando muñecas y pies; el reto provocador del ladrón crucificado a su izquierda; la lejanía de la mayor parte de sus discípulos...
Ante todo eso, salvo contadas palabras, Jesús guarda silencio. Quien había aceptado los retos de los fariseos durante su vida pública; quien había rebatido las doctrinas de los letrados, ahora, sorprendentemente, guarda silencio ante la injusticia que se vuelca sobre él. Con su silencio parece adelantar que «todo está cumplido». Ahora ya no es el tiempo de «aclarar las cosas», sino de «dejar clara» la verdad del corazón.
Hay momentos en la vida en los que «ya no hay nada que aclarar», «ya no hay nada que demostrar», «ya no hay nada que explicar», ya solo queda «mostrar» viviendo. Ahora Jesús está «mostrando» esa palabra que él mismo había pronunciado durante su misión: «por sus frutos los conocerán».  Ha quedado clara la actitud de cada corazón, como profetizó Simeón a la Virgen el día en el que el niño fue presentado en el templo.
«Se está mostrando» quiénes tienen un corazón de piedra, aunque hablen en nombre de Dios y encuentren mil justificaciones a lo que están haciendo. Y también quién tiene un corazón de carne, capaz de «entregar la vida», antes de que se la quiten. No necesitas decir nada más, Jesús. Entendemos tu silencio.
Tu silencio nos dice que no es lo mismo la verdad que la mentira; que no es lo mismo ser insensible ante el otro que compadecerse desde las entrañas; que en el termómetro del evangelio no alcanza la misma temperatura del amor quien piensa en los otros que quien se preocupa solo de sí mismo; que la vida alcanza su pleno sentido cuando uno sabe discernir en su vida la voluntad de Dios. Tu silencio nos invita a «mostrar» más que a decir la huella del amor de Dios en nosotros. 

2. El silencio ante la ayuda

«Camino del Calvario agarraron a un tal Simón de Cirene y le obligaron a llevar la cruz». ¡Cuántas veces no habremos pensado en Simón!; en su privilegio al llevar la cruz; en el camino interior que lo hizo pasar de «obligado» a «ayuda generosa» para Jesús.
Ahí, en el camino, Jesús, ayudado por Simón, simplemente calla. Quizás dejaría oír únicamente su respiración agitada, o algún quejido por el dolor. Pero, lo cierto es que acepta la ayuda en silencio.
Su silencio es la muestra de la «humildad» de quien se deja acompañar porque se sabe frágil; de quien reconoce que no lo puede todo, que no lo alcanza todo, que necesita de los otros.
Pocos silencios pueden ser más críticos con nuestro mundo que este silencio de Jesús. Porque, aunque nos intenten convencer de lo contrario, no lo podemos todo, no lo sabemos todo, necesitamos de los demás. Y eso es maravillosamente bueno. Porque nos hace hermanos, porque nos hace compañeros, porque nos hace familia.
Quizás Jesús solo pudo dar un gracias con la mirada y poco más. Seguramente, no tendría fuerzas para más en ese momento. Pero su silencio nos invita a aceptar humildemente la ayuda de los otros; a dejarnos sostener por una palabra de aliento que viene de fuera; a sentirnos felizmente frágiles para poder vivir el ser profundamente humanos.

3. El silencio ante Dios

En muchas ocasiones, hemos puesto la mirada en el silencio de Dios ante la cruz de Jesús. Las palabras del crucificado: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» fijan la atención sobre ese silencio.
Pero es también cierto que, desde la oración de Getsemaní hasta su muerte en la cruz, Jesús parece callar ante Dios. Un grito de desgarro que proclama su ausencia («¿Por qué me has abandonado?»). Un gesto de serena confianza: «a tus manos encomiendo mi espíritu». Nada más. El resto, absoluto silencio. Jesús calla ante el Padre.
¡Cuánto cuesta, tantas veces, permanecer en silencio ante Dios cuando la vida no viene bien dada! ¡Qué difícil se hace permanecer fiel cuando no se entienden las cosas, cuando el viento no sopla a tu espalda, cuando no está todo claro, cuando las circunstancias se revuelven en tu contra! Hace falta heroísmo para mantener el silencio y no convertirlo en acritud y protesta. Hace falta confianza para saber esperar cuando la espera está teñida de dolor. ¿Quién no ha vivido esas etapas de la vida en las que se multiplican los golpes, en las que no llegan nunca los consuelos, en las que Dios calla? ¿Quién, en esos momentos, no ha dejado que se desaten las desconfianzas interiores, las protestas y los lamentos? Son la reacción natural del ser humano. Y, sin embargo, ante la pasión, Jesús engrandece lo humano, si puede decirse así, con su silencio de fe y de confianza. 

4. El silencio ante la esperanza

El último gran silencio es el que nos coloca ante el sepulcro. En un canto de la liturgia leemos: «muerto lo bajaron a la tumba nueva; nunca tan adentro tuvo al sol la tierra; daba el monte gritos, piedra contra piedra». Ante el sepulcro, sin embargo, no parecen oírse esos gritos, solo hay silencio.
Se dan cita el silencio de quienes se frotan las manos porque, por fin, han acabado con el Nazareno; el silencio de quienes se quedaron con el corazón encogido ante una escena de tanto dolor; el silencio, quién sabe en qué lugar, de los discípulos que «se marcharon antes de tiempo»; el silencio de José de Arimatea, de Nicodemo, de María y de la Magdalena que les permitiría contener las lágrimas. Pero, sobre todo, el silencio de Jesús, sostenido por una palabra que él mismo había dicho a los suyos: «si el grano de trigo no cae en tierra y muere queda infecundo, pero si muere da mucho fruto». Solo desde esa certeza, el silencio, incluso ante la muerte, se convierte en expresión no solo de espera, sino de esperanza.
Yo te invito, en estos tres días, a contemplar la imagen del Cristo Yacente de nuestra parroquia y a visitar interiormente esos silencios de Jesús.


AVISO IMPORTANTE

VIA CRUCIS DE LAS COFRADÍAS (7 marzo 2020)

Como modo de vivir con intensidad el tiempo de la Cuaresma, la comunidad parroquial compartió un Vía Crucis el pasado sábado día 7 de marzo. Tras la celebración de la eucaristía a las 19.30 h en el templo de El Salvador, el recorrido del vía crucis nos llevó hasta el templo de Santo Domingo acompañando a la imagen de El Señor de la Columna, que procesiona cada martes santo junto a la imagen de Nuestra Señora de la Esperanza. Este espacio de oración, que mimaron de un modo especial las cofradías de nuestra parroquia, fue una bonita ocasión para ponernos interiormente en disposición para vivir el tiempo de pasión y pascua hacia el que caminamos.