Cuando termina el año, hacemos balance de la actividad de Cáritas Parroquial de El Salvador y Santo Cristo de Calcinas. En los dos documentos siguientes, encontrarás el resumen de las acciones de Cáritas y el balance económico de nuestra actividad.
El sábado 20 de noviembre, después de la celebración de la eucaristía en la que la Banda de Música San Miguel de Santa cruz de La Palma quiso homenajear a su patrona Santa Cecilia, la parroquia vivió un encuentro de oración de preparación al Adviento.
Fue un rato para, en el silencio del corazón, pedirle a Dios que nos ayude a vivir un adviento nuevo para una Navidad que, sin duda, será nueva. Feliz tiempo de preparación para todos.
El jueves 24 de septiembre en el templo de El Salvador tuvo la presentación, por parte de los restauradores que han llevado a cabo el proyecto, del proceso de restauración del Retablo de S. Juan que se encuentra en nuestra iglesia. Fue una oportunidad para conocer un poco más la riqueza artística y catequética de nuestro templo.
Si pinchas en el enlace podrás descargar el cartel de presentación.
De un modo diferente, porque las circunstancias nos obligan a ello, también en medio de este tiempo de Pandemia hemos querido dar gracias a Dios como parroquia por nuestra vida como comunidad cristiana. En una asamblea, que se ajustó a las condiciones de aforo, pero que se ensanchó a través de la emisión de TV La Palma, no quisimos perder la oportunidad para dar gracias a Dios por el don de la fe y de la comunidad en la que la compartimos e intentamos vivir. Gracias a todos por expresar nuestro ser familia en torno al altar; gracias a los sacerdotes que nos acompañaron y a Paco Pepe, que presidió la eucaristía; gracias a quienes pusieron su granito de arena para que todos los detalles estuvieran a punto. Que Dios nos conceda en los próximos años hacer fiesta con una mayor normalidad.
Durante los últimos meses, un grupo de personas de la parroquia ha realizado el itinerario de los Ejercicios Espirituales en la vida ordinaria. Es una experiencia que intenta adentrarse en este recorrido que S. Ignacio previó para "reformar la vida" a la luz de evangelio.
El día de hoy, en una jornada de retiro, hemos querido concluir estos meses de cultivo de la interioridad.
El día 10 de julio, el obispo de la Diócesis, D. Bernardo Álvarez, presidió en el templo de El Salvador una eucaristía por todas las víctimas de la COVID-19, especialmente por los fallecidos en la isla de La Palma. La eucaristía contó con la presencia de un numeroso grupo de sacerdotes de la isla, así como con una representación de las autoridades de la isla y de instituciones que nos han acompañado en esta lucha, que aún continúa, contra la pandemia.
Este año las circunstancias no nos han permitido teñir de color nuestras calles en recuerdo de las niñas de la Residencia Regina Pacis de Mumbai. Eso no ha impedido nuestro recuerdo de aquella casa. En este vídeo va nuestra gratitud a las Religiosas de María Inmaculada que sostienen aquella labor y la promesa de convertir nuestra cercanía en solidaridad desde que la situación que vivimos lo permita.
En el siguiente enlace podrás acceder a la segunda catequesis sobre la figura de la Virgen María. El título de la misma es "Dios entra en nuestra historia. La encarnación II. María, Madre de Dios". Su intención es es la de explicar lo que queremos decir cuando afirmamos la maternidad divina de María.
En esta entrada podrás acceder a la Primera Catequesis en torno a la figura de la Virgen María. El título de la misma es "Dios entra en nuestra historia. La encarnación en María del Hijo de Dios I: La virginidad de María".
«Te aseguro que hoy, antes de que cante el gallo, me habrás negado tres
veces» (Mt 26,34)
Cada Lunes Santo, Santa Cruz de La Palma contempla el paso
procesional del Señor del Perdón. En esa contemplación, hace experiencia de su
propia fragilidad y de la necesidad que todos tenemos de la misericordia de
Dios.
Las circunstancias de este año son, sin duda, especiales, pero no debemos
privarnos del impacto que el amor de Dios quiere dejar en el corazón de
quienes, como Simón Pedro, nos sabemos pecadores. Los invito a que también nosotros
nos sintamos Simón en esa escena; a que nos hablen los contrastes que se dan en
este discípulo del Señor.
Pedro es «el ímpetu en persona». Los textos del evangelio nos lo presentan
como un hombre impulsivo y, en ocasiones, fanfarrón. Es él quien se adelanta en
nombre de todos para declarar Mesías a Jesús cuando este pregunta: «ustedes,
¿quién dicen que soy yo?» (Mt 16,15‒16). Es él quien se enfrenta a
Jesús, afirmando que no puede sucederle nada malo, cuando el Maestro predice su
pasión (Mt 16,22). Es él quien se postula a sí mismo como único en el conjunto
de los discípulos: «Aunque todos te dejen solo, yo no lo haré, yo estoy dispuesto
a morir por ti» (Mt 26,33.36).
Es sorprendente. En el momento inicial de su vocación, Pedro se había
definido a sí mismo como indigno y pecador: «aléjate de mí que soy un pecador»
(Lc 5,8). Con el transcurrir del tiempo, va dejándose arrastrar por su carácter
impetuoso y se percibe a sí mismo más seguro y consistente de lo que realmente
es.
Vienen a nuestra memoria las palabras de Jesús: «Tú eres piedra, y sobre
esta piedra edificaré mi iglesia» (Mt 16,18). Sin embargo, el lector de los
evangelios puede preguntarse: ¿Pedro es «piedra firme» o «terreno pedregoso»? Es
decir, ¿no será Pedro un terreno donde la semilla brota enseguida, pero termina
por secarse, pues no tiene raíz? (Mt 13,5‒6).
Por ello, los invito a revivir las escenas de la noche de la Pasión de
Jesús. Quizás son estas horas las que mejor retratan al apóstol.
En el arco que va desde la última cena al prendimiento del Señor hay
tres grandes «noes» que Pedro pronuncia. No se trata de negaciones de su
relación con Jesús, pronunciadas ante otros. Se trata de negaciones dirigidas
al propio Señor.
La primera negación de Pedro se
produce durante la última cena. Es un «no» rotundo. «No me lavarás los pies jamás» (Jn 13,8). Se
niega a ser «uno más». El lavatorio no es un rito de purificación, sino de
servicio. Pero él, desconcertado, no lo entiende. Si Jesús va a purificarlos,
que lo haga a los otros. A él no. Ese estar seguro de sí mismo le hace enfrentarse
directamente a su Señor. Pedro no entiende los caminos de Jesús y se rebela.
La segunda negación tiene lugar en
el huerto de Getsemaní. Jesús está derrotado anímicamente por lo que se le
viene encima. En medio de su desvalimiento, ora e invita a sus discípulos a
orar, porque «el espíritu es fuerte y la carne débil» (Mc 14,37), pero Pedro, «se queda dormido»
(Mc 14,39). Uno se sorprende ante lo escandaloso de la escena. El dolor y la
preocupación suelen quitar el sueño y, sin embargo, Pedro duerme. ¡Qué lejos
está de los sentimientos de su maestro! En el lago de Tiberíades, Jesús lo
había llamado a estar con él. Pero, lo cierto es que Pedro no está con Jesús. Físicamente
está como a un tiro de piedra (Lc 22,41), pero interiormente está lejos, rota
toda sintonía con la persona y destino de su Señor.
La tercera negación se produce en el
momento en el que Jesús es apresado. Nos dice el texto evangélico que Pedro «desenvainó la espada y cortó la
oreja al siervo del Sumo Sacerdote, que se llamaba Malco» (Jn 18,10). En
Cesarea Pedro había oído, «ponte detrás de mí, Satanás, porque me haces
tropezar» (Mc 8,33). Y Pedro, en el momento
decisivo, vuelve a «ponerse delante». Se resiste a ser seguidor de Jesús. Tiene
necesidad de «arreglarle los caminos a Dios». Se despierta en él ese deseo de que Jesús no pase por la pasión. Y él asume
el protagonismo para dirigir la historia según sus propios criterios. Pedro se
niega a ser «paciente». No solo en el sentido de tener paciencia, sino de estar
dispuesto a padecer. Ha dejado de seguir y pretende que sea Jesús el que siga
sus propios criterios, quizás bienintencionados, pero profundamente distintos
de los que el Maestro había elegido al vencer las tentaciones en el desierto.
Probablemente, estas tres sean las grandes
negaciones de Simón Pedro. Las que solemos recordar son la expresión en palabra de lo
que ya ha sucedido en el corazón del apóstol. En ellas Pedro afirma que no conoce a Jesús,
que no es de los suyos.
La escena en el patio no deja de tener su
ironía (Mt 26,69-75). Si Pedro hubiese afirmado ante la criada y los sirvientes
que él era discípulo de Jesús, lo más probable es que no le habría sucedido nada.
Quienes estaban en el patio no tenían poder para amenazar su vida. Pedro podía
haber dicho que sí, que era de los suyos, sin gran riesgo. Pero no lo hace. Expresa
lo que lo define: no lo conozco. Y en eso no miente. No conoce a Jesús. Esto ya
lo ha demostrado, durante los momentos previos a esta escena, con sus reacciones
ante el propio Jesús: «no me lavarás jamás»; «se quedó dormido»; «desenvainó la
espada».
Tras estas palabras, canta el gallo. Este signo sirve para poner en marcha
el camino del perdón. Nos dice Lucas que, tras el canto, Jesús se vuelve y mira
a Pedro y, tras esa mirada, ya el apóstol no hace otra cosa que llorar (Lc
22,61‒62). Su única respuesta son las lágrimas. Ya no puede decir nada, no
puede hacer nada. Tiene que renunciar a su propia seguridad personal y a dictarle
él mismo los caminos a Dios.
Pedro necesita ahora, empezar de nuevo. Y ese inicio se vivirá en la
escena del lago tras la resurrección (Jn 21,15‒22). El perdón de Jesús ya lo
había recibido en su mirada. Esta escena le permite a Pedro hacer una doble experiencia.
En primer lugar, necesita comenzar de nuevo su relación con Jesús,
pero sobre otra base. El apóstol tiene que aprender a mirar a Jesús sin afirmarse
a sí mismo: «aquí estoy yo con mis fuerzas». Le conviene decir a su Maestro:
«también yo necesito que me laves». Necesita expresar que ha comprendido que es
«terreno pedregoso» y que ahora ya no puede prometer fidelidad; no puede
fanfarronear, seguro de sí mismo. Y ello va a tener que hacerlo aprendiendo a
perdonarse a sí mismo, sin poder alegar méritos de fortaleza.
En segundo lugar, Pedro debe ser sincero consigo mismo. Pese a saberse
débil y pecador; pese a reconocer su equivocación; pese a tener dificultades
para perdonarse a sí mismo, no puede negar su verdad más profunda: él
verdaderamente quiere a Jesús.
Pedro, en el lago, «ha renunciado a su propia seguridad para poder
establecer una nueva relación con Jesús». Ha pasado de ser «terreno pedregoso» a
ser tierra buena, que acoge la semilla que lo enriquece y le deja dar fruto. Y
eso lo ha hecho dejando hablar con toda sinceridad a su corazón: «tú sabes que
te quiero».
Estamos acostumbrados a que el domingo de Ramos tenga el
color de nuestras calles. Desde niños tenemos identificado el recorrido de la
procesión del Señor de la Burrita o de la comunidad alzando sus palmos y olivos. Es el itinerario de las aclamaciones y cantos, de una cierta aglomeración de
gente, de la curiosidad de los que pasan. En la primera Semana Santa de la historia muchos signos
apuntaban a la fiesta: los palmos, los olivos, los mantos, el entusiasmo de los
discípulos, bajando Betfagé. Todo era gozo y algarabía. Para todos, salvo para
aquellos que nunca soportaron que los pequeños aclamaran a Jesús como Señor.
Domingo de Ramos era sinónimo de fiesta.
Sin embargo, ese camino no siempre tuvo este tono alegre.
Siglos antes, el rey David hizo el mismo recorrido en medio del miedo, del
dolor, de la traición. Huía de su hijo Absalón, que se había rebelado contra él.
En el segundo libro de Samuel leemos que «David subió la Cuesta de los Olivos;
la subía llorando, la cabeza cubierta y los pies descalzos» (2 Sm 15,30). No estamos
en una procesión; David está escapando. Su procesión «va por dentro». Apenas
llega a la cima, le dan unos burros para que pueda ponerse a salvo.
Cuando el domingo de Ramos Jesús decide hacer ese camino en
sentido inverso, está diciéndole al pueblo no solo que él es el nuevo Rey que
tienen que esperar. Está diciéndole que ha terminado el tiempo de la
aflicción, que se ha abierto la era de la esperanza. No está haciendo una huida
callada y clandestina, sino una procesión ruidosa y alegre porque llega el que
«viene en el nombre del Señor».
Este año, estos dos recorridos compiten en la procesión que
«llevamos por dentro». Está el camino del miedo y del dolor, porque no podemos
ser ajenos a la situación que está viviendo gran parte de nuestro mundo. La
procesión, que este año no podremos hacer por nuestras calles, nos encoge el
corazón porque hay muchos signos que nos empujan a la tristeza y al desánimo,
como a David.
Pero también compite en nuestro interior la procesión de la
esperanza. No se vestirá de cantos y de aclamaciones, como otros años, pero sí
tiene fuerza para teñir de espera serena el corazón de la comunidad cristiana.
Somos invitados, también este año, a acoger a un rey
distinto: a un Señor humilde; a un siervo, que se arrodilla a los pies de sus
discípulos; a un nazareno, cargado con el madero de la cruz; a un grano de
trigo, que se siembra en tierra y muere para dar fruto. La procesión de la
esperanza no depende de la bondad de las circunstancias. No son buenas para
nosotros ahora y no lo fueron para Jesús entonces.
La esperanza nace de aquel con quien recorremos el camino. Es
él quien nos hace desandar la huida del miedo y nos permite mantenernos enteros
en medio del dolor.
Este año, como nunca, nuestra Semana Santa se parece a la
que vivió Jesús. También en su interior pugnaban dos procesiones: la del dolor
y la de la esperanza.
Que, al acercarnos a estos días Santos, todos, como
comunidad cristiana, podamos gritar con el convencimiento del corazón: Hosanna
al Hijo de David; Bendito el que viene en el nombre del Señor; bendita la
humanidad porque también hoy el nazareno, ya resucitado, hace con nosotros el
camino de la vida.
Cuando leí el texto evangélico de
la eucaristía de este domingo, el mandato: «Lázaro, ¡sal fuera!» me sonó casi a
broma de mal gusto. Llevamos días, semanas escuchando todo lo contrario:
«quédate en casa». Las palabras del Señor despertaron en mí deseos de vivir la
normalidad de quien puede pasear las calles, de quien se encuentra en las
plazas, de quien entra en contacto con los otros y se deja tocar.
Con un poco más de pausa, reconozco
que estas palabras de Jesús a su amigo Lázaro me resultaron profundamente sugerentes.
¿Qué ha salido fuera? o ¿qué tiene que salir fuera en este tiempo en el que
somos continuamente invitados a permanecer en nuestros hogares? He mirado hacia
atrás y he recordado gestos, noticias, emociones de estos quince días de vida
más hogareña, obligada por las circunstancias. ¿Qué ha sucedido?
Se me han acumulado mil
respuestas. Les ofrezco las que han golpeado con más fuerza mi corazón.
«Ha salido fuera» nuestro miedo.O nuestros miedos, según se mire.
Para muchos se ha despertado el miedo a que quede afectada su salud; el
miedo a que, si se complican las circunstancias, el sistema sanitario de
nuestro país no pueda resistir; ha cobrado fuerza el miedo a poder afectar a
personas vulnerables que conviven con nosotros; o a que el virus toque a la
puerta y entre en la vida de seres queridos que están en primera fila de
nuestra sociedad (y aquí la lista puede ser muy larga: personal sanitario; dirigentes
políticos; fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado; Ejército; personal de residencias de mayores, jóvenes tutelados o personas con discapacidad; trabajadores de
nuestras farmacias, supermercados o servicios de primera necesidad; carteros; agricultores;
transportistas; empleados de banca; obreros de la construcción; servidores del
transporte público; empleados de las empresas hidroeléctricas o estratégicas;
científicos; investigadores; empleados de funeraria; funcionarios de prisiones;
periodistas; cuidadores; empleados de la limpieza; voluntarios de innumerables
ONGs al cuidado de los descartados…). Esos que están sin duda incluidos en nuestros aplausos de cada día a
las 7 de la tarde, hora canaria. Pero quizás lo más duro sea que el virus ha
despertado nuestro miedo al otro. El otro, incluso un ser querido, puede ser,
involuntariamente, un agresor de nuestra salud. Y, quien sabe, hasta nuestros
propios amigos o familiares pueden ser objeto de nuestro miedo. Evidentemente,
no ellos; es el virus. Pero el virus no tiene rostro y parece disfrazarse con
los rasgos de quien está cerca.
«Ha salido fuera» la conciencia de que «todos estamos en el mismo barco».Durante tiempo quizás hemos vivido la engañosa ilusión de que «estas cosas les
pasan a otros». Les suceden a los países empobrecidos, que siempre están lejos,
aunque sus costas y las nuestras no disten más que unas decenas de
kilómetros. Nos sentíamos invulnerables y nos hemos dado cuenta de que no éramos
tan poderosos, no estábamos tan protegidos, no teníamos asegurado nuestro futuro.
Y no se trata solo de que estemos en el mismo barco. Se trata de que estamos
interconectados. Lo que haga uno de nosotros (y cuando digo nosotros incluyo a
los que están a miles de kilómetros) va a repercutir sobre el futuro de todos.
De repente, un virus nos ha mostrado, desde el miedo, que «somos hermanos» y
que nuestros destinos están más unidos de lo que creíamos. ¡Qué paradojas tiene
la vida! Nosotros, españoles, que en ocasiones
hemos hablado de cerrar nuestras fronteras como modo de protegernos, hemos
contemplado cómo muchos países nos bloqueaban la entrada porque nos percibían
como una amenaza.
«Ha salido fuera»la necesidad que tenemos de los demás.Y hemos
tirado de ingenio, de medios digitales y, desgraciadamente, alguna vez de
picaresca, para no sentirnos tan solos y encontrarnos con los otros. Porque la
soledad, cuando no es la elección del que necesita intimidad, no deja de ser un
castigo. Y qué bien lo hemos entendido en estos días de confinamiento.
«Ha salido fuera»nuestra dificultad para convivir
en paz con la propia intimidad. A muchos se les ha ido atragantando
con el paso de los días la vivencia del silencio. Alguien a quien conozco me
decía hace algunas semanas que el silencio de Roma le aterraba. Nos ha costado
habitarnos en lo más hondo de nosotros mismos. Y hemos necesitado excusas para
romper el silencio con el que nos sentíamos incómodos. El encierro quizás ha revelado
a algunos de nosotros nuestra falta de paz interior. Tal vez porque tenemos
poca destreza para lidiar con situaciones adversas; tal vez porque no sabemos
arrostrar frustraciones ante los planes que no se cumplen.
Cuando comenzábamos la cuaresma,
decíamos que los 40 días hacían referencia a un tiempo suficientemente largo
para que pudiera germinar y «salir fuera» lo que vive en nuestro corazón y
puede estar escondido a nuestros ojos. Sorprendentemente, ha sido la cuarentena
la que ha «sacado fuera» muchas de esas cosas.
Pero lo más hermoso es que quienes
hemos visto despertar en nosotros el miedo, el desmoronamiento de la ilusión de
ser invulnerables, la sensación de autosuficiencia que nos separaba de los demás
o las guerras interiores que no nos permiten habitarnos en paz, hemos dejado salir
fuera también cosas hermosísimas.
«Ha salido fuera» la creatividad.Esa que nos ha hecho editar vídeos,
publicar memes o inventar chistes para alegrar la vida de los otros; la que ha hecho posible que un enfermo de
Alzheimer tocase su armónica cada día en el momento de los aplausos para
sentirse reconfortado por la aprobación de un público que ha terminado por
reconocer el gesto creativo de su cuidadora; la que ha movilizado un ejército
de corazones buenos que en pocos días han aprendido a hacer mascarillas o a
diseñar equipos de protección individual; la que ha permitido a maestros y
profesores improvisar una enseñanza a distancia en poco más de 24 horas para
atender a nuestros hijos y nietos; la
que ha puesto en marcha impresoras 3D para fabricar respiradores; la que ha
encerrado a investigadores en sus laboratorios en busca de un tratamiento o una
vacuna para esta pandemia… y tantas otras, sin duda. La creatividad es arte,
por supuesto. Y de ese no ha faltado ni un gramo en estas semanas. Pero la
creatividad también puede convertirse en la expresión externa de un amor que no
se queda con los brazos cruzados cuando alguien te necesita. Y, ¡vaya que ha habido
amor creativo en estos días!
«Ha salido fuera»la solidaridad.Esa solidaridad que nos conmueve en
las imágenes diarias de cada informativo. La lista podría ser infinita:
voluntarios que ofrecen su saber para levantar en pocos días un inmenso
hospital; personas que aceptan duplicar sus turnos de trabajo porque suplen a
sus compañeros enfermos; personal sanitario que decide no dormir en casa y acepta
la soledad para poderse entregar del todo a quienes llenan los centros
hospitalarios; jóvenes que echan manos en residencias de mayores; empresas que se
encargan de llevar comida al personal sanitario; cuidadores que se trasladan de
domicilio para no dejar solas a las personas a las que habitualmente atienden;
agricultores que desinfectan nuestras calles; fábricas que cambian sus
producciones para proveer de material sensible a la sociedad; voluntarios que
se acercan a los colectivos más desfavorecidos; personas -profesionales o no- que descuelgan diariamente
el teléfono para aplacar una soledad o aliviar una angustia; artistas, músicos y escritores que
ofrecen el fruto de su creatividad, sin ninguna contraprestación económica;
periodistas que no ceden a la tentación de sensacionalismo para ejercer su
deber de informar cabal y verazmente; supermercados que dan prioridad en las
compras a quienes cuidan a los enfermos; bares de carretera que ofrecen gratis
sus productos a los camioneros; deportistas o empresarios que promueven la
recaudación de fondos… y niños, también ellos, que, conscientes de la situación,
han mostrado una madurez que para muchos de nosotros habríamos querido…Un largo
etcétera que sería imposible mencionar. La solidaridad ha traspirado por los poros
de nuestro país. Y eso es una grandísima noticia. No solo por el bien que ha
hecho a muchos. También por la hermosa sensación de satisfacción que deja en
los que quizás no hemos hecho tanto, pero nos sentimos parte de ese movimiento bondadoso.
«Ha salido fuera»el heroísmo.El heroísmo de quienes han vivido con
desgarro interno la despedida de sus seres queridos, sin poder ni siquiera
estrechar en los últimos momentos su mano; el heroísmo de quienes, sin estar
suficientemente protegidos, han sido capaces de cuidar a enfermos y personas
que estaban a punto de morir; el heroísmo de quien ha aceptado con serenidad la
muerte… Las situaciones de más debilidad parecen haberse convertido en radiografías
de las fortalezas interiores de muchos miembros de nuestra sociedad. De esas
personas que reciben unos merecidísimos aplausos cada día. De tantos otros que
también se los merecen, aunque no los escuchen. Han sido héroes porque han
hecho lo que tenían que hacer justo cuando lo tenían que hacer, sin dejar que
el miedo, la comodidad o el egoísmo los paralizase. Y lo han hecho muchas veces
sin ruido, sin espera de recompensas, sin notoriedad.
Parece mentira, me decía a mí
mismo, que, cuando con tanta frecuencia se nos repite que nos quedemos en casa,
hayan salido fuera tantas cosas en estos días. Estoy convencido de que es bueno
que así haya sido. Que se hayan hecho patentes las que nos parecen más
luminosas. Pero también las otras, las que nos muestran las raíces quizás no
tan buenas que llevamos dentro y que, en las habituales situaciones de calma que
vivimos, no logramos adivinar.
El grito de Jesús a Lázaro era un
mandato para que la vida saliese de la muerte, para que el hombre resucitado
saliese del sepulcro. Si se me permite la metáfora, en medio del sepulcro en el
que nos ha metido esta pandemia, no dejemos de escuchar la voz del Señor que
nos dice: ¡Sal fuera! En ese «salir fuera» se hará patente lo que llevamos
dentro (miedos, falsas ilusiones, ausencia de paz); lo que verdaderamente somos
(hermanos frágiles en un mismo barco) y lo que, de la mano del bien y de la
mano de Dios, estamos llamados a ser (creativos héroes del amor para la vida de
los otros). No dudo que vivir así es uno de los mejores modos de experimentar
la fuerza de la Resurrección.
Hace un año, más o menos, nuestra ciudad engalanada se disponía a
celebrar con solemnidad la Semana Santa. Las cofradías estaban preparadas; los
tambores, a punto; los pasos, con sus flores y sus imágenes listas para
procesionar. Palmeros y visitantes, creyentes o no, amantes del arte o
simplemente curiosos, comenzaban a llenar nuestras calles.
Este año, sin embargo, a nuestro alrededor, solo hay silencio y un
sentimiento casi apocalíptico que nos invade. Ahora todo es diferente.
Intentamos mantenernos ocupados en nuestras casas, tratando de no
desesperarnos, mientras el reloj, que sigue marcando el paso del tiempo, y la
vida, que prosigue su curso, nos sitúan de nuevo ante esos mismos días; los
mismos, pero no iguales.
En medio de esta situación tan compleja en la que nos encontramos, me
gustaría que viviéramos este momento como una oportunidad para acercarnos de
una manera distinta a la SEMANA SANTA de Jesús, desde el Domingo de Ramos hasta
su RESURRECCIÓN, y también a la nuestra.
Te invito a que cierres los ojos y traigas a la memoria de tu corazón
nuestras procesiones, nuestros sonidos, nuestros olores. Me gustaría que te
fijaras en algunos detalles: en las miradas, en las manos, en los silencios y
en la Virgen.
Hay muchas MIRADAS
Miradas de misericordia, como la del Señor del Perdón ante las
negaciones de Pedro, que nos recuerdan que para Dios todo puede ser perdonado, incluso
la negación del amigo ante aquellos que lo señalaban como de los suyos.
Miradas de dolor ante una caída por el peso de la Cruz, como
recordamos el Miércoles Santo.Porque en
esa Cruz van la lucha por la justicia, el dolor de los que sufren, la exclusión
de los más pobres, la falta de libertad. Y bajo ese peso cae Jesús, el Señor de
la Caída, en el silencio de la noche, arropado por el sonido de las cadenas en
la calle Real.
Miradas que se elevan al cielo como un grito desesperado: “¡Padre, que
pase de mí este cáliz!”. Ese clamor escondido en la procesión del Huerto que
nos traslada a aquella noche de angustia y soledad en la que ni los más
cercanos se mantuvieron despiertos junto a Él.
“¡Padre!”; un grito que se prolonga hasta el Calvario, pero esta vez
no para pedir por Él, sino para implorar el perdón para los que lo estaban
crucificando.
Hay muchas MANOS
Manos que alaban y que se unen en los cantos de la mañana del Domingo
de Ramos. Manos que bendicen desde una burra, mientras como Comunidad salimos a
la calle cantando y proclamando a Jesús como nuestro Dios, como el Santo, como el
que viene en el nombre del Señor.
Manos atadas con cuerdas, que nos recuerdan al preso, al juzgado, al
inocente que es entregado por envidias, por miedo, por cobardía. Cuerdas que
inmovilizan las manos que sanaron, que dieron de comer, que acogieron a los más
necesitados y que ahora lo mantienen sujeto a la Columna, flagelado, coronado
de espinas, con la luna llena y la calle de La Luz como testigos.
Manos que esperan, sí, que esperan que se cumpla la promesa de Dios
Padre, mientras descansan en el cuerpo inerte del Señor del Clavo, que no habla
de muerte sino de Amor, de vida entregada, de generosidad, de obediencia al
plan de Dios, de esperanza en la Resurrección.
Hay SILENCIO Y SOLEDAD
Simplemente hay que contemplar, o mejor acompañar, al Señor de la
Piedra Fría. Jesús, solo, y ante Él toda su vida. ¿Dónde quedaron sus
discípulos? ¿La gente que lo seguía? ¿Aquellos a los que dio de comer y a los
que sanó de sus enfermedades? ¿Qué quedó de todo aquello? Solo silencio y
soledad. La oscuridad de la noche acompaña la imagen; y la oración de los
fieles, que recorren con ella las calles de esta ciudad.
Hay MADRES
Hay muchas imágenes que nos recuerdan la figura de la Virgen. La que
es preludio, en el Viernes de Dolores,de lo que va a suceder; la que nos recuerda que María nunca perdió la
Esperanza y en su manto verde lleva clavados los sueños de Dios para ella; la
Madre que acompaña a su Hijo camino de la Cruz o lo contempla clavado en ella;
o la queestá buscándolo por las calles,
pidiéndole ayuda a Juan porque no quiere que su Hijo muera solo, una Madre que
sale al Encuentro y que en la plaza de España, mecida por los pequeños pasos de
los cargadores, escucha al Nazareno decir:“Madre, ¿no ves que hago nueva todas las cosas?”. Y la Madre que lo
acoge en su regazo al bajarlo de la Cruz, como lo acogió en Belén, esperando el
momento de la RESURRECCIÓN.
Pero me
gustaría que durante unos instantes recordáramos que nuestra Semana Santa también
está llena de ojos que miran con devoción, con afecto o con curiosidad, nuestra
forma de vivir la FE. Tanta gente que nos visita para admirar nuestras tallas,
nuestras procesiones, nuestra cultura. Tantos que vienen para revivir las
tradiciones de sus padres y de su infancia y que enseñan a sus hijos a abrir
los ojos ante cada paso procesional, explicándoles quiénes son los personajes, cuál
es la historia que representan.
Hay muchas manos. Las manos de quienes contribuyen a
que todo se desarrolle de la mejor manera posible: las comunidades
parroquiales, las cofradías, las familias que trabajan durante mucho tiempo
para que todo salga según lo previsto. Las manos de aquellos que mantienen la
ciudad limpia, ordenada y adornada para la ocasión. Manos que piden, que rezan,
que alaban, que dan, que ofrecen. Muchas manos.
Hay silencio y soledad, porque es tiempo de recogimiento, de
acompañar los pasos, de reflexión sobre la propia vida, de FE en aquel que dio
la VIDA por nosotros, de oración, de ESPERANZA, de saber que el AMOR es más fuerte
que la MUERTE.
Hay Madres, muchas madres, que durante
generaciones han enseñado a sus hijos el significado de nuestra Semana Santa;
que nos han puesto nuestros mejores vestidos para acudir a las Eucaristías y a
las procesiones; que nos han enseñado qué significan estas imágenes; que nos
han contado historias entrañables y que, cuando hemos sido mayores y quizá la
vida no nos ha tratado bien, nos han llevado en su corazón ante el Señor del
Perdón, de la Caída, de la Piedra Fría o el Nazareno. Madres, aquellas que nos
acompañan siempre, que nos cuidan siempre, que nos aman siempre; aquellas que
nos llevan a Jesús.
Llega la Semana Santa, seguramente como no quisiéramos que
llegara, en una situación irreal para todos. Llega la Semana Santa para vivirla
desde lo profundo de nuestro SER. Aprovechemos este tiempo para contemplar a
Jesús en el Huerto, encarcelado, flagelado, crucificado, muerto y RESUCITADO y
dispongamos nuestro corazón para el día que lo podamos volver a recibir VIVO en
la EUCARISTÍA.