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"LA PROCESIÓN SE LLEVA POR DENTRO" (5 abril 2020. Domingo de Ramos)


Estamos acostumbrados a que el domingo de Ramos tenga el color de nuestras calles. Desde niños tenemos identificado el recorrido de la procesión del Señor de la Burrita o de la comunidad alzando sus palmos y olivos. 

Es el itinerario de las aclamaciones y cantos, de una cierta aglomeración de gente, de la curiosidad de los que pasan. En la primera Semana Santa de la historia muchos signos apuntaban a la fiesta: los palmos, los olivos, los mantos, el entusiasmo de los discípulos, bajando Betfagé. Todo era gozo y algarabía. Para todos, salvo para aquellos que nunca soportaron que los pequeños aclamaran a Jesús como Señor. Domingo de Ramos era sinónimo de fiesta.

Sin embargo, ese camino no siempre tuvo este tono alegre. Siglos antes, el rey David hizo el mismo recorrido en medio del miedo, del dolor, de la traición. Huía de su hijo Absalón, que se había rebelado contra él. En el segundo libro de Samuel leemos que «David subió la Cuesta de los Olivos; la subía llorando, la cabeza cubierta y los pies descalzos» (2 Sm 15,30). No estamos en una procesión; David está escapando. Su procesión «va por dentro». Apenas llega a la cima, le dan unos burros para que pueda ponerse a salvo.

Cuando el domingo de Ramos Jesús decide hacer ese camino en sentido inverso, está diciéndole al pueblo no solo que él es el nuevo Rey que tienen que esperar. Está diciéndole que ha terminado el tiempo de la aflicción, que se ha abierto la era de la esperanza. No está haciendo una huida callada y clandestina, sino una procesión ruidosa y alegre porque llega el que «viene en el nombre del Señor».

Este año, estos dos recorridos compiten en la procesión que «llevamos por dentro». Está el camino del miedo y del dolor, porque no podemos ser ajenos a la situación que está viviendo gran parte de nuestro mundo. La procesión, que este año no podremos hacer por nuestras calles, nos encoge el corazón porque hay muchos signos que nos empujan a la tristeza y al desánimo, como a David.

Pero también compite en nuestro interior la procesión de la esperanza. No se vestirá de cantos y de aclamaciones, como otros años, pero sí tiene fuerza para teñir de espera serena el corazón de la comunidad cristiana.

Somos invitados, también este año, a acoger a un rey distinto: a un Señor humilde; a un siervo, que se arrodilla a los pies de sus discípulos; a un nazareno, cargado con el madero de la cruz; a un grano de trigo, que se siembra en tierra y muere para dar fruto. La procesión de la esperanza no depende de la bondad de las circunstancias. No son buenas para nosotros ahora y no lo fueron para Jesús entonces.

La esperanza nace de aquel con quien recorremos el camino. Es él quien nos hace desandar la huida del miedo y nos permite mantenernos enteros en medio del dolor.

Este año, como nunca, nuestra Semana Santa se parece a la que vivió Jesús. También en su interior pugnaban dos procesiones: la del dolor y la de la esperanza.

Que, al acercarnos a estos días Santos, todos, como comunidad cristiana, podamos gritar con el convencimiento del corazón: Hosanna al Hijo de David; Bendito el que viene en el nombre del Señor; bendita la humanidad porque también hoy el nazareno, ya resucitado, hace con nosotros el camino de la vida. 

Les deseo una Semana Santa llena de esperanza