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TRIDUO EN HONOR DEL CRISTO YACENTE (20-22 marzo 2020)


Si estuviésemos en un ritmo pastoral normal, mañana comenzaríamos la celebración del Triduo en Honor del Cristo Yacente. Las circunstancias son un poco especiales, pero me gustaría invitar a la parroquia a vivir este Triduo desde la distancia. La imagen del Señor muerto habla de espera ante el sepulcro, pero, sobre todo, calla. A quienes estos días nos hemos visto obligados a cambiar nuestros ritmos de vida y, quizás, a sumar un poco más de tiempo de silencio, los animaría a que la imagen del Cristo nos ayudase a reflexionar sobre los silencios de Jesús en la Pasión.  Los invito a detenerse en cuatro grandes silencios.

1. El silencio ante la ofensa

«Como cordero llevado al matadero… enmudecía, no abría la boca», nos dice el profeta Isaías sobre el Siervo de Yahvé. El camino hacia la cruz se convierte para Jesús en un auténtico «rosario de ofensas»:  la crueldad de los soldados (la caña, los golpes, la coronación de espinas); el beso traidor de Judas; la cobardía disfrazada de poder de Pilato; el grito del pueblo pidiendo que fuese crucificado; las burlas por el camino y al pie de la cruz de quienes le pedían que hiciese un signo para creer en él; la vergüenza de un cuerpo desnudo; las ropas echadas a suerte; los clavos atravesando muñecas y pies; el reto provocador del ladrón crucificado a su izquierda; la lejanía de la mayor parte de sus discípulos...
Ante todo eso, salvo contadas palabras, Jesús guarda silencio. Quien había aceptado los retos de los fariseos durante su vida pública; quien había rebatido las doctrinas de los letrados, ahora, sorprendentemente, guarda silencio ante la injusticia que se vuelca sobre él. Con su silencio parece adelantar que «todo está cumplido». Ahora ya no es el tiempo de «aclarar las cosas», sino de «dejar clara» la verdad del corazón.
Hay momentos en la vida en los que «ya no hay nada que aclarar», «ya no hay nada que demostrar», «ya no hay nada que explicar», ya solo queda «mostrar» viviendo. Ahora Jesús está «mostrando» esa palabra que él mismo había pronunciado durante su misión: «por sus frutos los conocerán».  Ha quedado clara la actitud de cada corazón, como profetizó Simeón a la Virgen el día en el que el niño fue presentado en el templo.
«Se está mostrando» quiénes tienen un corazón de piedra, aunque hablen en nombre de Dios y encuentren mil justificaciones a lo que están haciendo. Y también quién tiene un corazón de carne, capaz de «entregar la vida», antes de que se la quiten. No necesitas decir nada más, Jesús. Entendemos tu silencio.
Tu silencio nos dice que no es lo mismo la verdad que la mentira; que no es lo mismo ser insensible ante el otro que compadecerse desde las entrañas; que en el termómetro del evangelio no alcanza la misma temperatura del amor quien piensa en los otros que quien se preocupa solo de sí mismo; que la vida alcanza su pleno sentido cuando uno sabe discernir en su vida la voluntad de Dios. Tu silencio nos invita a «mostrar» más que a decir la huella del amor de Dios en nosotros. 

2. El silencio ante la ayuda

«Camino del Calvario agarraron a un tal Simón de Cirene y le obligaron a llevar la cruz». ¡Cuántas veces no habremos pensado en Simón!; en su privilegio al llevar la cruz; en el camino interior que lo hizo pasar de «obligado» a «ayuda generosa» para Jesús.
Ahí, en el camino, Jesús, ayudado por Simón, simplemente calla. Quizás dejaría oír únicamente su respiración agitada, o algún quejido por el dolor. Pero, lo cierto es que acepta la ayuda en silencio.
Su silencio es la muestra de la «humildad» de quien se deja acompañar porque se sabe frágil; de quien reconoce que no lo puede todo, que no lo alcanza todo, que necesita de los otros.
Pocos silencios pueden ser más críticos con nuestro mundo que este silencio de Jesús. Porque, aunque nos intenten convencer de lo contrario, no lo podemos todo, no lo sabemos todo, necesitamos de los demás. Y eso es maravillosamente bueno. Porque nos hace hermanos, porque nos hace compañeros, porque nos hace familia.
Quizás Jesús solo pudo dar un gracias con la mirada y poco más. Seguramente, no tendría fuerzas para más en ese momento. Pero su silencio nos invita a aceptar humildemente la ayuda de los otros; a dejarnos sostener por una palabra de aliento que viene de fuera; a sentirnos felizmente frágiles para poder vivir el ser profundamente humanos.

3. El silencio ante Dios

En muchas ocasiones, hemos puesto la mirada en el silencio de Dios ante la cruz de Jesús. Las palabras del crucificado: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» fijan la atención sobre ese silencio.
Pero es también cierto que, desde la oración de Getsemaní hasta su muerte en la cruz, Jesús parece callar ante Dios. Un grito de desgarro que proclama su ausencia («¿Por qué me has abandonado?»). Un gesto de serena confianza: «a tus manos encomiendo mi espíritu». Nada más. El resto, absoluto silencio. Jesús calla ante el Padre.
¡Cuánto cuesta, tantas veces, permanecer en silencio ante Dios cuando la vida no viene bien dada! ¡Qué difícil se hace permanecer fiel cuando no se entienden las cosas, cuando el viento no sopla a tu espalda, cuando no está todo claro, cuando las circunstancias se revuelven en tu contra! Hace falta heroísmo para mantener el silencio y no convertirlo en acritud y protesta. Hace falta confianza para saber esperar cuando la espera está teñida de dolor. ¿Quién no ha vivido esas etapas de la vida en las que se multiplican los golpes, en las que no llegan nunca los consuelos, en las que Dios calla? ¿Quién, en esos momentos, no ha dejado que se desaten las desconfianzas interiores, las protestas y los lamentos? Son la reacción natural del ser humano. Y, sin embargo, ante la pasión, Jesús engrandece lo humano, si puede decirse así, con su silencio de fe y de confianza. 

4. El silencio ante la esperanza

El último gran silencio es el que nos coloca ante el sepulcro. En un canto de la liturgia leemos: «muerto lo bajaron a la tumba nueva; nunca tan adentro tuvo al sol la tierra; daba el monte gritos, piedra contra piedra». Ante el sepulcro, sin embargo, no parecen oírse esos gritos, solo hay silencio.
Se dan cita el silencio de quienes se frotan las manos porque, por fin, han acabado con el Nazareno; el silencio de quienes se quedaron con el corazón encogido ante una escena de tanto dolor; el silencio, quién sabe en qué lugar, de los discípulos que «se marcharon antes de tiempo»; el silencio de José de Arimatea, de Nicodemo, de María y de la Magdalena que les permitiría contener las lágrimas. Pero, sobre todo, el silencio de Jesús, sostenido por una palabra que él mismo había dicho a los suyos: «si el grano de trigo no cae en tierra y muere queda infecundo, pero si muere da mucho fruto». Solo desde esa certeza, el silencio, incluso ante la muerte, se convierte en expresión no solo de espera, sino de esperanza.
Yo te invito, en estos tres días, a contemplar la imagen del Cristo Yacente de nuestra parroquia y a visitar interiormente esos silencios de Jesús.