Si estuviésemos en un ritmo pastoral
normal, mañana comenzaríamos la celebración del Triduo en Honor del Cristo
Yacente. Las circunstancias son un poco especiales, pero me gustaría invitar a
la parroquia a vivir este Triduo desde la distancia. La imagen del Señor muerto
habla de espera ante el sepulcro, pero, sobre todo, calla. A quienes estos días
nos hemos visto obligados a cambiar nuestros ritmos de vida y, quizás, a sumar
un poco más de tiempo de silencio, los animaría a que la imagen del Cristo nos
ayudase a reflexionar sobre los silencios de Jesús en la Pasión. Los invito a detenerse en cuatro grandes
silencios.
1. El silencio ante la ofensa
«Como cordero llevado
al matadero… enmudecía, no abría la boca», nos dice el profeta Isaías sobre
el Siervo de Yahvé. El camino hacia la cruz se convierte para Jesús en un
auténtico «rosario de ofensas»: la
crueldad de los soldados (la caña, los golpes, la coronación de espinas); el
beso traidor de Judas; la cobardía disfrazada de poder de Pilato; el grito del
pueblo pidiendo que fuese crucificado; las burlas por el camino y al pie de la
cruz de quienes le pedían que hiciese un signo para creer en él; la vergüenza
de un cuerpo desnudo; las ropas echadas a suerte; los clavos atravesando
muñecas y pies; el reto provocador del ladrón crucificado a su izquierda; la
lejanía de la mayor parte de sus discípulos...
Ante todo eso, salvo contadas palabras, Jesús guarda
silencio. Quien había aceptado los retos de los fariseos durante su vida pública;
quien había rebatido las doctrinas de los letrados, ahora, sorprendentemente,
guarda silencio ante la injusticia que se vuelca sobre él. Con su silencio
parece adelantar que «todo está cumplido». Ahora ya no es el tiempo de «aclarar
las cosas», sino de «dejar clara» la verdad del corazón.
Hay momentos en la vida en los que «ya no hay nada que
aclarar», «ya no hay nada que demostrar», «ya no hay nada que explicar», ya
solo queda «mostrar» viviendo. Ahora Jesús está «mostrando» esa palabra que él mismo
había pronunciado durante su misión: «por sus frutos los conocerán». Ha quedado clara la actitud de cada corazón,
como profetizó Simeón a la Virgen el día en el que el niño fue presentado en el
templo.
«Se está mostrando» quiénes tienen un corazón de piedra,
aunque hablen en nombre de Dios y encuentren mil justificaciones a lo que están
haciendo. Y también quién tiene un corazón de carne, capaz de «entregar la
vida», antes de que se la quiten. No necesitas decir nada más, Jesús.
Entendemos tu silencio.
Tu silencio nos dice que no es lo mismo la verdad que la
mentira; que no es lo mismo ser insensible ante el otro que compadecerse desde
las entrañas; que en el termómetro del evangelio no alcanza la misma
temperatura del amor quien piensa en los otros que quien se preocupa solo de sí
mismo; que la vida alcanza su pleno sentido cuando uno sabe discernir en su
vida la voluntad de Dios. Tu silencio nos invita a «mostrar» más que a decir la
huella del amor de Dios en nosotros.
2. El silencio ante la ayuda
«Camino del Calvario
agarraron a un tal Simón de Cirene y le obligaron a llevar la cruz».
¡Cuántas veces no habremos pensado en Simón!; en su privilegio al llevar la
cruz; en el camino interior que lo hizo pasar de «obligado» a «ayuda generosa»
para Jesús.
Ahí, en el camino, Jesús, ayudado por Simón, simplemente
calla. Quizás dejaría oír únicamente su respiración agitada, o algún quejido
por el dolor. Pero, lo cierto es que acepta la ayuda en silencio.
Su silencio es la muestra de la «humildad» de quien se deja acompañar
porque se sabe frágil; de quien reconoce que no lo puede todo, que no lo
alcanza todo, que necesita de los otros.
Pocos silencios pueden ser más críticos con nuestro mundo
que este silencio de Jesús. Porque, aunque nos intenten convencer de lo
contrario, no lo podemos todo, no lo sabemos todo, necesitamos de los demás. Y
eso es maravillosamente bueno. Porque nos hace hermanos, porque nos hace
compañeros, porque nos hace familia.
Quizás Jesús solo pudo dar un gracias con la mirada y poco
más. Seguramente, no tendría fuerzas para más en ese momento. Pero su silencio
nos invita a aceptar humildemente la ayuda de los otros; a dejarnos sostener
por una palabra de aliento que viene de fuera; a sentirnos felizmente frágiles para
poder vivir el ser profundamente humanos.
3. El silencio ante Dios
En muchas ocasiones, hemos puesto la mirada en el silencio
de Dios ante la cruz de Jesús. Las palabras del crucificado: «Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?» fijan la atención sobre ese silencio.
Pero es también cierto que, desde la oración de Getsemaní
hasta su muerte en la cruz, Jesús parece callar ante Dios. Un grito de desgarro
que proclama su ausencia («¿Por qué me has abandonado?»). Un gesto de serena
confianza: «a tus manos encomiendo mi espíritu». Nada más. El resto, absoluto
silencio. Jesús calla ante el Padre.
¡Cuánto cuesta, tantas veces, permanecer en silencio ante
Dios cuando la vida no viene bien dada! ¡Qué difícil se hace permanecer fiel
cuando no se entienden las cosas, cuando el viento no sopla a tu espalda,
cuando no está todo claro, cuando las circunstancias se revuelven en tu contra!
Hace falta heroísmo para mantener el silencio y no convertirlo en acritud y
protesta. Hace falta confianza para saber esperar cuando la espera está teñida
de dolor. ¿Quién no ha vivido esas etapas de la vida en las que se multiplican
los golpes, en las que no llegan nunca los consuelos, en las que Dios calla?
¿Quién, en esos momentos, no ha dejado que se desaten las desconfianzas
interiores, las protestas y los lamentos? Son la reacción natural del ser humano.
Y, sin embargo, ante la pasión, Jesús engrandece lo humano, si puede decirse
así, con su silencio de fe y de confianza.
4. El silencio ante la esperanza
El último gran silencio es el que nos coloca
ante el sepulcro. En un canto de la liturgia leemos: «muerto lo bajaron a la
tumba nueva; nunca tan adentro tuvo al sol la tierra; daba el monte gritos,
piedra contra piedra». Ante el sepulcro, sin embargo, no parecen oírse esos gritos,
solo hay silencio.
Se dan cita el silencio de quienes se
frotan las manos porque, por fin, han acabado con el Nazareno; el silencio de
quienes se quedaron con el corazón encogido ante una escena de tanto dolor; el
silencio, quién sabe en qué lugar, de los discípulos que «se marcharon antes de
tiempo»; el silencio de José de Arimatea, de Nicodemo, de María y de la
Magdalena que les permitiría contener las lágrimas. Pero, sobre todo, el
silencio de Jesús, sostenido por una palabra que él mismo había dicho a los
suyos: «si el grano de trigo no cae en tierra y muere queda infecundo, pero si
muere da mucho fruto». Solo desde esa certeza, el silencio, incluso ante la
muerte, se convierte en expresión no solo de espera, sino de esperanza.
Yo te invito, en estos tres días, a contemplar
la imagen del Cristo Yacente de nuestra parroquia y a visitar interiormente
esos silencios de Jesús.