DE
LUCES Y DE SOMBRAS
La liturgia de la eucaristía de esta semana nos acerca a la experiencia
de la curación de un ciego. La sanación de alguien que no ve o parece no ver,
cuando todos ven o parecen ver. Hay en el texto un juego de visiones y de cegueras,
de luces y de sombras. Pero, quizás, esa solo sea la corteza de una narración
que no apunta a los ojos, sino al corazón.
Estos últimos domingos de cuaresma nos animan a mirar a la luz de la
pascua. La iglesia y cada creyente en particular somos invitados a dejarnos
inundar por el esplendor de la resurrección de Jesús. Y en ese camino, el
evangelio de hoy nos propone calzar los zapatos del ciego de nacimiento y dejarnos
arrastrar por su proceso interior de fe. Un itinerario que me gustaría
describir en tres pasos.
1. De la ceguera confiada a la visión
A diferencia de otros fragmentos evangélicos en los que se nos informa
de su nombre, el texto de hoy no nos revela quién es este hombre. Es un «sin nombre».
Su única identidad es ser ciego.
Según los primeros versículos, lo único que se le pide al ciego es «dejarse
tocar y untar barro en los ojos». Él no ve quién lo hace; no conoce su intención;
no sabe, ni siquiera, con qué ha untado sus ojos; no puede afirmar rotundamente
cuál será el resultado del gesto. Pero, sorprendentemente, se deja tocar. Y,
más sorprendentemente aún, se fía de una palabra: «ve a bañarte a la piscina de
Siloé».
Quién sabe si empujado por la conciencia de su pobreza y de su vulnerabilidad
o animado por el deseo interior de lo imposible: volver a ver, se pone en
camino. Lo cierto es que se fía.
El ciego del evangelio vuelve de revés la petición de Santo Tomás, que tantas
veces es la nuestra: «si no lo veo, no lo creo». Para este hombre no se trata
de «ver para creer», sino «de creer para ver». No ha necesitado tenerlo todo
claro, no ha exigido percibir nítidamente el rostro de su sanador. Le ha bastado
el contacto y la palabra, el impacto interior y el envío. Él es ahora el
enviado, haciendo suyo el verdadero significado del nombre de la piscina.
2. De la visión al testimonio
Al lavarse, ha comenzado a ver la vida que, hasta entonces, le estaba oculta.
Aún no sabe quién es Jesús; no podría reconocerlo entre otros; no identificaría
con certeza su voz ‒«ve
a lavarte» son pocas palabras para que un timbre de voz se te quede grabado.
Sin embargo, lo que ha vivido es suficiente para responder con firmeza
a la pregunta de los fariseos: «Yo les digo que ese hombre no es un pecador; es
más, ese hombre es un profeta... Yo solo sé una cosa: yo era ciego y ahora veo
y eso para mí no es discutible, por mucho que ustedes se empeñen en negar lo sucedido
o por mucho que el miedo que tienen mis padres haga que no den la cara por
quien me ha curado. Les repito: yo solo sé que yo era ciego y ahora veo y, si
ustedes se niegan a aceptar esa realidad, no tengo nada más que hablar con ustedes.
Por mi parte, bien sé yo que ese hombre viene de Dios».
El resultado de este testimonio es el esperado: lo echaron de la
sinagoga. Cuando la ceguera del corazón se encuentra con el testimonio
transparente de la verdad, solo tiene dos caminos posibles: o negar la propia verdad
(«no creyeron que ese hombre había sido ciego») o tornarse gesto violento
contra el testigo («Tú naciste lleno de pecado… y lo expulsaron»). ¡Jesús también
sufrió en primera persona el embate de esas dos reacciones de los ciegos de
corazón!
El ciego ha sido fiel a su conciencia. No puede negar su sanación. Y, atestiguar
la bondad de Dios en su propia vida, lo convierte en testigo de Jesús.
3. Del testimonio a la profesión de fe
En efecto, el ciego ya no es solo el enviado; es también el testigo. Solo
una cosa le falta: identificar el rostro de aquel en quien cree, quizás sin saber
que cree o creyendo más de lo que cree creer.
Resulta imposible que Jesús no se acerque a quien así lo ha
testimoniado. «Jesús se enteró de que lo habían expulsado de la sinagoga y fue
a su encuentro». Estamos en el momento decisivo porque va a disiparse la última
ceguera de este hombre. «¿Crees en el hijo del hombre? Y, ¿quién es, Señor,
para que crea? Es el que habla contigo. Creo, Señor».
Ahora la luz interior del que había sido ciego ha quedado completamente
restablecida. Se ha producido la última sanación. No queda ninguna ceguera que
curar cuando «se ha visto el rostro de Jesús».
Es difícil no admirar el proceso interior de este hombre. ¿Cómo no
sorprenderse de su confianza, cuando tantas veces experimentamos en nosotros mismos
nuestros frenos a la fe y nuestras resistencias a que Dios nos toque porque puede
revelar que nuestras certezas son cegueras o porque puede enviarnos hacia las
piscinas de la vida a las que no queremos ir? ¿Cómo no sentirse pequeños ante
su «creer para ver», cuando nuestro corazón, en no pocas ocasiones, suspira por
un «ver para creer»?
¿Cómo no vamos a admirar la firmeza de su testimonio quienes demasiadas
veces escondemos nuestra fe o disimulamos la huella que ha dejado el paso de Dios
por nuestras vidas?
Pero, sobre todo, ¿cómo no aprender de su actitud de discípulo? ¿Cómo
no contemplar admirados su disponibilidad para dejarse enseñar («¿quién es para
que crea en él?»), los que con demasiada frecuencia hemos dejado que Dios se
nos convierta en una «lección sabida», en una «imagen petrificada», en una «adquisición
domesticada de nuestro corazón»?
Buen domingo de cuaresma